Nada es fácil.

Ninguna decisión,
Ninguna apuesta,
Ningún sueño,
Ninguna historia.
Nunca lo ha sido,
Nunca lo será.
Quizá por eso,
No hay chance,
No hay opción,
Ni vuelta de tuerca,
Ni posibilidad distinta,
A intentarlo de nuevo,
A desear lo correcto,
En un mundo incoherente.
Y darle a lo interior,
Confiar en disfrutar,
Disfrutar del riesgo,
Que no nos importe perder,
Porque nunca se pierde,
Porque vivir no es perder un poco,
Porque Maturana se quedó corto,
Porque perder es ganar siempre,
Si deseamos bien,
Si logramos ver el alma,
el alma en unos ojos,
En la curva de esos ojos,
y bailar con ellos...
E ir pa ir pa esa!

Batalla de Flores

El carnaval ordena, es el desorden que pone las prioridades en orden. El carnaval libera, suelta lo que se contrae y lo nuevo, lo trae. El carnaval construye, fabrica la risa sobre lo improbable, edifica sin ladrillos ni cartón, sobre el aire.

El carnaval genera, espacios infinitos de amor propio.
El carnaval eleva, los espíritus a dónde nada ni nadie puede bajarles.
El carnaval es baile, el baile es fuerza, es el cuerpo que no trabaja matando animales, el cuerpo que se niega a sentarse frente a las pantallas. El baile es carnaval interno, de las articulaciones, de los espacios cóncavos. De las curvas de tus pechos y el corazón.

El carnaval es sueño de purpurina, de neón, de la mujer de belleza risueña, del camaleón.
El carnaval es abrazo, que no se compra ni se vende, el cristianismo que se entiende y la vulgaridad.

El carnaval es gozo poderoso y trascendental, la fiesta de la carne, el sexo en todas partes, la no-frontera, la no-barrera, el no-genero, la diversidad.
Cientos de miles de almas danzando junto al tambor, no al frente. Sin prejuicios ni miedos. Sin políticas de guerra, sin hambres ni miserias. La memoria colectiva e histórica reinventándo lo bonito, nada que haga daño.

El carnaval es esperanza, amor y libertad. En carnaval todo está bien... así que Lela, nos vemos en lo oscurito, en el lugar bonito, en el más acá

Felijaño, hijo

Cuando yo estaba pelao, mi papá se ponía especialmente romántico los 31 de Diciembre. En un momento de la fiesta, me tomaba de la mano y nos alejábamos del bullicio de la gente. Lo hizo en la casa de mi abuela, mientras sonaban Los Blancos de Maracaibo y las matasuegras se reventaban contra los muros de las casas. Lo hizo en una finca por Tunja, mientras la familia de su mujer cachaca cantaba villancicos incomprensibles para nuestra sensibilidad escandalosa. Lo hizo en la finca de mi tía Marcela, a donde lo obligué a ir tres años después de haberse divorciado de mi mamá, porque quería estar con ambos. Yo tenía 11 años y no me había enamorado aún. Lo hizo casi todas las veces que lo pasamos juntos.

Cuando ya estábamos solos, miraba al horizonte, mojaba sus labios con licor, ponía su mano sobre mi nuca y cambiaba el tono a uno más trascendental para hacer un balance rápido del año:
-Que año tan hijueputa este... hijo, pero el próximo estoy segurísimo que será mejor.-
Meneaba su trago de whisky con estilo de Birgmingham, aunque estuviera servido en un vaso de icopor. 

Durante el año en cuestión, el man había hecho lo que le había dado la gana y el próximo año haría lo mismo, ambos lo sabíamos, pero él se quejaba del ciclo moribundo solo ese día, en ese preciso instante... y renovaba todas las esperanzas para el día siguiente, como si por arte de magia la nueva vuelta al sol, viniera cargada de abundancia.

El año pasado, lo pasamos juntos en Barcelona. Vino a visitarme después de 10 años y durante todo este 2017 fui incapaz de escribir algo al respecto. Se bañó y se cambió a las 8 de la noche, nos tomamos una botella de vino cualquiera, cenamos algo ligero y a las 11pm ya estaba durmiendo. 

Ahora creo que no tenía ningún balance que hacer, nada más que enseñarme con palabras, yo ya había aprendido lo suficiente, la esperanza y el optimismo habían sido inoculados como la serpiente que te clava un veneno sin antídoto.

Fueron los años precisos y preciosos donde la responsabilidad era exclusividad de los adultos. Hoy vuelve a acabarse el año y el balance me toca a mi, en algún momento de la noche, me alejaré del bullicio y brindaré por él. Por este hujieputa y maravilloso año que se acaba y por todos los que vendrán.

Bailaora de Granada.

Ella no se movía demasiado, solo tocaba las palmas como poseída, como autómata.
Quizá estaba pensando en aquel gitano que le amaba con locura y al que ella había traicionado.
Tal vez pensaba en ese moro distinto que le había robado el corazón.

De pronto pensaba, digo yo, en la carrera que quería estudiar, en el viaje que quería hacer, en su madre enferma o en su padre alcolico, quizá en el Granada Futbol Club y en los tres goles que había encajado esa noche por parte del Real Madrid... o tal vez en política, en la de antes y en la de ahora... en ese puto presidente americano que ahora quién sabe qué va a hacer con tanto poder y tanta ignorancia, tal vez no más que repetir la historia, como si nada hubiese pasado.
Tocaba las palmas con la mirada en el suelo, con sus inmensos ojos como perdidos y el rostro mudo, triste. 

Quizá, pensé yo, estaría rayada con "Una Luna" la memorable y extensa crónica del argentino Martín Caparros en la que se narra la trata de blancas chicas en el este de Europa, chicas gitanas como ella, pero en Moldavia, chicas hembras, chicas putas, chicas niñas que venden sus nalgas al mejor postor, chica solas, chicas tristes como Fatima que venden sus palmas en un mundo dominado por pequeños Donald Tumps.

Me parece que Fatima quiere llorar mientras se gasta los dedos entre rítmicos chasquidos, dejándose las manos por un sueldo de mierda, moviendo cada músculo de su cuerpo para estos guiris que no aprecian su música ni su canto, que no saben de palos ni de compases ni de jonduras. Esta gente que le gusta gastar pasta para tomar fotos, pero ni saben aplaudir, ni saben lo que aplauden.

Fátima tiene ganas de llorar pero se niega a hacerlo porque está en un escenario, palmeando flamenco como le enseñó su abuela y por quién juro que haría eso el resto de su vida. 
Ella sabe además que si lo hace, que si llora, la gente pensara que es melancolía musical y tal vez le aplaudan y entonces su llanto será también vendido, cambiado por dos duros, como una sangría hecha a la ligera, también expuesto al mejor postor o a un postor cualquiera. 

"Venderemos otras cosas pero no las lágrimas, las lágrimas son sagradas, me las guardo o me las bebo..." Tal vez pensaría.

Fátima necesitaba fuerzas y sabia que el flamenco es lo que tiene... Así como reconocía que sus compañeros no tienen la culpa de ser hombres y por tanto no preguntarle qué le pasa a la chiquilla. Como mucho, asumirían que es la regla, la luna, el sueño, la vida, mientras Fátima sabe que ella tendrá que seguir aprovechando sus curvas, la juventud que se le esparrama, que se le escurre entre sus palmas, bajo su falda... 
Entonces los hombres y las mujeres del público miran a Fátima y Fátima mira a los hombres y a las mujeres quienes al verla tan seria, parecen sentir lastima y deseo de follarsela.

Quizá fue eso, o quizá eso es un invento mío, pero lo que contare ahora es verdad:
Fatima, aunque no sé si se llama Fátima, se levanto de esa silla como embrujada, se emputo, -como llamamos en el Caribe a la gente que se encabrona- y fue entonces cuando se acordó de su abuela: su abuela Arabe, gitana, negra y latina. Su abuela española, romana, rumana y africana. Su abuela que es la abuela de todas las periferias tradicionales. La abuela enraizada con todas las exclusiones. La abuela inmigrante que es la abuela de todas las abuelas de todos los barrios nuevos y los pueblos antiguos. La abuela negra colonizada y quemada por bruja, pagada y pegada por puta, deseada cada noche, infinitamente, por miradas distintas.

Así se levanto Fátima con todas sus fuerzas, con la rabia y el sentimiento de su abuela y de su raza, que son todas las razas mezcladas. Fátima bailaba ahora esa canción con todas las letras, las armas, los rezos, los sueños, las almas.

Y se olvida entonces de su sangre gitana que baila música cristiana para nunca más acordarse que está bailando por 10 euros la hora en un tablao para turistas de Granada. Y entonces ahí sí, así si, las tablas suenan y tiemblan, como cuando tiembla el mundo, mientras baila por bailar sin miedo, como le enseñaron en casa.

Bailar por bailar, para sacar las penas, para secar las lágrimas que se resistieron a salir, para sacar a bailar en su lugar, la vida completa... para dotar de sentido al planeta o al menos al de ella, bailar para honrar y honorar, para brindar por estar bailando consigo misma una noche más. 
Asi fue como Fátima nos enamoro y nunca más se sentó, explicándonos que en su danza impoluta, estaba toda la magia de aquel lugar. 

Y entonces hizo el paso de su tía, la menor, la que decía que el zapateo consistía en escuchar al pie, en hablarle al pie, con los múltiples lenguajes de la columna vertebral.

Y así fue como Fátima recordó a María, la tía a la que pusieron ese nombre para no liarla más y que nunca bailo por plata aunque podría haber sido millonaria de ese modo.

Y de repente Fatima se acordó de Rosario, su otra tía, la que le enseñó a mover las manos con la distincion de los colores de la Molinera...
Recordó entonces de refilón, que ese tablao lleva 15 años recibiendo turistas porque ella no ha fallado nunca. Porque nadie falla cuando se dedica a lo que ama.

"Voy a limpiarme los mocos" fue lo único que se le antojó decir a Fátima antes de bajarse del escenario, "no es fácil bailar hirviendo en fiebre", seria lo que quiso decir, pero las mujeres de su casa insistieron en que más que verse guapa había que verse fuerte, para que los ojos machos que la vean, aunque sean muchos, reconozcan que en el fondo, este mundo no les pertenece.

33 mil pies

Sabes que lo que viene es largo, te subes, te dejas llevar, no hay otra posibilidad. Aterrizas en Madrid con fuerza, a pesar que ya has hecho dos controles, cuatro filas y tienes hambre. Te empujas una hamburguesa de Burger King... "una vez al año... " - piensas, te mientes.
El nuevo avión no tiene mala pinta, te sugiere películas buenas que ya has visto, así que te quedan las siguientes opciones: Tarzam, Día de la Independencia y Cazafantasmas, todas consiguen dormirte o desesperarte.
El estómago no te entiende, la cabeza te escucha demasiado.
¿Cómo fue el último viaje a Colombia, las sensaciones de ese último vuelo? ¿Cuántas cosas en un año? -te preguntas mientras se te mezclan las imágenes actuales con las de anteriores viajes y con las de futuros.
A tantos pies de altura, parece que el tiempo es distinto, fluye diferente. Por un momento pierdes la noción del mismo y te da igual, como si se cayera ese aparato... pero no se cae y llegas a Bogotá.
Al aterrizar, las caras de los españoles y las europeas que te acompañan parecen haberse convertido en caras de cachacos y colombianas en general. Son las mismas personas que se subieron contigo al pájaro metálico ese, pero es como si al recorrer medio mundo se les hubiese transformado el rostro, el acento, el semblante y los deseos, tal vez estas personas piensen lo mismo de ti. ¡No les vayas a preguntar!
Lo que te parecía alucinación se te convertirá en realidad cuando el sol del Caribe te de en la cara, te reconocerás en casa un poco más viejo, recordando con nostalgia, que antes de los 30 sí podías dormir más de 6 horas de seguido.
Disfruta, estarás pocos días, para luego, volver a volver.

Me iré

Un día me iré, como los pájaros que emigran, como las ballenas, los campesinos, los refugiados.
Un día me iré por más de un mes, porque no soy de aqui, ni soy de allá ni de ninguna parte. Y para rematar, no puedo ni quiero ni debo serlo porque no me corresponde, ni me estimulan tus banderas, tus fronteras, tus monedas.
Un día me iré como la carne, el barro, los huesos, la nada, la fuerza, los sueños, los tiempos, sus miedos.
Como se van los trabajadores a la casa, después del jornal, como se acaba todo y de madrugada, vuelve a comenzar.
Porque irse es tan natural como venirse, como reirse, como emprender.
Me iré como las músicas y me ire con ellas. Me iré como las musas, me iré aunque vuelvas, en forma de recuerdo, sueño o espejismo, me ire con un correo, me iré sin previo aviso.
Porque todos parten, para poder volver.
A mi Caribe bendito, al cuento corto, a la oralidad que no requiere academia, a la fraternidad que no pone resistencia, al bailaíto apretado que no se puede enseñar.
Como la brisa que viene, cuando el año se va.
Y me ire con la noche, con la mochila que no puedo dejar, con el volumen correcto, sin presupuesto, como la gente buena, porque ya es tiempo de volver, porque ya es hora de llegar.

Déjame

Déjame las ilusiones frágiles, el camino largo y culebrero, tu voz cautiva, tu acento extraño, el sabor perfecto de tus besos.
Déjame la paz del agotamiento, déjame tus piernas, tus siembras, tu aliento.
Déjame contarte que ya no me enamoro, déjame mentirte, cada día un poco, deja tu sonrisa, espera me acomodo, mi monotonía, mis cursilerias y antojos.
Déjame tus sueños cubiertos de a poquito, déjame tu espacio, en mi cama calientito.
Deja de quejarte, no me dejes en otoño, deja que te cante, vallenatos a mi modo.
Deja el arcoiris que no dejó la tormenta, déjame el silencio, de cuando presupuestas.
Deja que las palabras vuelen por encima, y que la incertidumbre abrace lo que escriba.
Y déjame tus huesos para hacerme una sopa, déjame tu boca, para casarme contigo.
Deja la bobada, siempre la vergüenza, es de madrugada, nadie ya te espera.
Déjate de cuentos que la vida es una sola, déjame tu espalda, colócate la ropa.
Déjame tu historia para disfrutar de ella, déjame el peligro de las canciones bellas.
Déjame poesías escritas con móvil, déjame escucharte, para entrar y salir de tu misterio, para lograr buscarte, más allá de los encuentros.
Deja provocarte las más raras fantasías, déjame decirte que te pienso cada día, déjame cuidarte, como si un día fueras mia.

Una pecera en La Haya

Leonard Cohen acaricia mis oídos con su ronca voz, me parece una dulce presencia después de escuchar al nuevo presidente de Colombia por YouTube. Frente a mi hay un edificio de 13 pisos, debajo, una tienda de Prismark donde ayer compré 4 camisetas chinas por 10 euros. Estoy en la Centrale Bibliotheek de La Haya. 
Pienso que esto puede sonar a postureo. Posturear en el Caribe colombiano lo llamamos espantajopear. No dejo esta nota en Facebook para eso, o quizá sí. Me gusta que Facebook me recuerde donde he estado, como a todo el mundo, especialmente cuando he estado relajado, como ahora. Ya lo se, lo normal son las instantáneas de la playa mediterránea en estos días, pero la memoria es traicionera y la vida pasa rápido. Siempre me han gustado las bibliotecas y mientras escribo estas líneas sin saber pa donde van, una noticia inesperada me quita la calma. La vida es cambio e incerteza, vivir es arriesgado, toca correr el riesgo, me repito y recuerdo.
La primera vez que fui a una biblioteca tenía 14 años y se me había metido en la cabeza que quería ser escritor, a pesar de ser muy mal lector. Mi papá había mandado antes a transcribir e imprimir mi primer cuento: Paco, el robot-humano, 6 años antes. Desde entonces, además, enmarcaba las cartas que sagradamente le escribía en cada día del padre. Mi papá siempre ha sido así: frío pa unas vainas y cursi pa otras. 
Para Paco, yo me había inspirado en Paddington, la historia de un oso peruano que había inmigrado a Londres y estaba aturdido con lo que se encontraba. Así era Paco, así me siento a veces yo, casi 30 años después de que mi mamá me leyera esas historias.
Ir a una biblioteca por primera vez apenas a los 14 años, dice bastante del lugar donde crecí. De hecho, lo hice a 1.200 kilometros de casa, era la Luis Angel Arango de Bogotá. Ahí me senté a revisar libros antiguos sobre mi ciudad natal. Quería contar una historia inspirada en una relación sentimental que estaba viviendo en esa época con una chica bajita y tetona, que usaba un uniforme con falda de cuadritos del color del tutifruti. 
Sus poderosas curvas se interpusieron a mis clases de cálculo y trigonometría del colegio, por supuesto, saliendo victoriosas. 
Mi papá, ingeniero mecánico, gastó todo un domingo intentando explicarme las diferencias entre seno, coseno y tangente, pero yo solo pensaba en los senos de aquella muchachita instransigente. -¡Cópiate, pero de uno que sepa… al menos!- Me suplicó mi papá derrotado después de 6 horas infructuosas sudando sobre centenares de hojas en blanco en la casa de mi abuelo, acompañado por la algarabía de unas cotorras, hablándome en jerigonza.
En la Luis Ángel Arango, durante unas vacaciones como las actuales, llegué a escribir seis libretas con la historia de una chica, su madre y su abuela, abuela que en realidad era su madre biológica. Esas cosas de las que uno no debería enterarse, pero se entera. Esos problemas que no son de uno pero que uno adopta como propios y luego tiene que escribirlos para sacárselos de encima. Tres generaciones, tres adopciones y el melodrama latinoamericano en su máximo esplendor.
Así, mientras los jóvenes normales jugaban en los verdes parques capitalinos y mi papá revisaba mapas de la ciudad como si fuera a invadirla… yo me concentraba en fotos en blanco y negro de los tranvías de Barranquilla. 
Saco ahora mismo la cara de la pantalla y pasa el Tranvía número 6 por la calle Spun de la capital diplomática de los Países Bajos. Ese tranvía rodeado de bicicletas, junto a canales, sirve para ir a la playa y volver a la residencia de estudiantes en la que me hospedo hace unos días con ocho personas más, entre rusas y africanas. Viendo ese tranvía imagino que el negocio del primer mundo con el tercero, siempre fue venderle cosas que no estaban dispuestos a usar aquí: carros, armas, leche en polvo o glifosato. Observo los canales de La Haya y pienso en el Caño de la Auyama, de donde sacaron un cadáver sin dueño, no hace mucho. 
Recuerdo entonces las tardes en la Biblioteca Karl C. Parrish de la Universidad del Norte, a donde iba a leer noticias como esas en el periódico, además de algún libro de poesía y por supuesto, a echar la siesta. Recuerdo a otros estudiantes y profesores llegar sudando bajo aquel implacable sol y entrar ahí para salir a los cinco minutos, después de "coger aire acondicionado". 
Recuerdo también los 15 días en la biblioteca del parque del Retiro en Madrid, donde los ordenadores se apagaban solos cada 45 minutos y un viejo amargado a mi lado, llegaba cada tarde para ver en vivo y en directo, la construcción de un puente en su Cádiz del alma. Ahí pude avanzar proyectos, después de caminar más de 120 kilómetros por el País Vasco durante una semana. Para eso escribo, recuerdo entonces, para no olvidarme de mi.
Me recuerdo solo, también, en la biblioteca de la Ohio University, viendo un partido desastroso de Colombia contra Uruguay con audífonos y mordiendo un lapicero, en medio de una montaña rusa emocional que en realidad tenía otros orígenes. 
Así, he recordado tantos fines de semana en las bibliotecas de la Universitat Pompeu Fabra terminando aquella tesis sobre la terquedad, que me atrevo a decir sin vergüenza que no había mejor plan para hoy que este, mientras un nubarrón y un viento frío me dan la razón, posándose sobre las embajadas del mundo entero. 
Xenia, una de las rusas de la residencia en la que estoy me cruzó con su bicicleta esta tarde cuando salía: 
¿Vas nuevamente a la biblioteca?
Sí… - le respondí poniendo cara de Lelo Zopenco.
No pasa nada - me tranquilizó - Eres el típico piscis que necesita de vez en cuando, volver a su pecera.

Escribano

Para distraerme en los metros y aviones. Para ocultarme, perderme y encontrarme entre las canciones.
Para caminar sobre arroyos de recuerdos.
Para comprender lo caminado, para recordar lo recorrido, para afinar la mirada, en las noches de luceros.
Para ajustar las gafas y pulir la perspectiva, para las poesías y las cursilerias, para las propuestas, las protestas y las alegrías. Para la nostalgia, las cartas, los cuentos, los diálogos y las acciones comunicativas.
Para discutir y confrontar desde las ideas, para disminuir los estados de violencia.
Para vender y vencer, para enamorar y saber diferenciar.
Para disparar más suave, para perder el miedo, para ganarle al tiempo, para la diversión y el aburrimiento, para contarte historias y reirme, para armarme y construirte, para todo esto y todo lo demás, me sirven las palabras.

Los condenados

Existe un país al tiempo que otro país. Existe un país por dentro de otro país. Existe un país por afuera del mismo país. Existe ahora un país que sueña con un país distinto al que ha tenido siempre, un país sin miedo, sin maquinarias, sin nada que perder. Existe también un país bonito en medio del fuego cruzado, existe la posibilidad de reconstruirlo, de repararlo.
Existe un mundo, una familia, una red, una tribu, un combo, un grupo, un parche, existen emociones más allá de las razones…. Y en esos otros países, de esos otros lugares inexplorados, en esas otras orillas con otras banderas imaginarias, nos encontraremos, porque estamos condenados a encontrarnos.
Condenados a compartir y disfrutar la vida de esos países que al tiempo son muchos otros, desde Quibdó hasta Barranquilla, desde Zambrano hasta Belén de los Andaquíes, desde Popayán hasta Estocolmo, desde Cúcuta hasta Miami, en esos paísitos sentimentales, con esas ideas confusas y apasionadas, en esas vidas vividas, tantas veces arriesgadas, en medio de la precariedad y la violencia, en medio de alegrías y tristezas, en medio de la nostalgia y el miedo, una y otra vez, estamos condenados a encontrarnos. A encontrarnos en el futuro y también en el recuerdo, condenados a encontrarnos en serio, a respetarnos siempre, a defender, proteger y valorar, la vida que nos queda y la que se nos va. 
Estamos condenados a la diferencia, a persuadirla con argumentos, a aceptarla, respetarla y quererla como nos gusta que nos quieran, porque solo así podremos saber quienes somos y quienes no, construyendo nuestros límites, nuestras fronteras, nuestro valor. 
Estamos condenados, quizá a pasarnos la vida repitiendo una parte de la historia hasta poder cambiarla, y lo intentaremos, las veces que haga falta. Porque estamos sentenciados eternamente a la alegría, a la ilusión, como los hinchas de un equipo malo, a ponernos la camiseta, a meterle el corazón. Condenados a trabajar honradamente, como ayer, como hoy y como siempre.
Estamos condenados a la familia que tenemos, a los amigos de antaño, a las bajas pasiones, a las profundas creencias. Condenados a las nuevas familias que construimos, a las búsquedas de siempre, a las distancias, a nuestros miedos y a nuestros paisajes… a todos los climas. Estamos condenados a nuestra música, a nuestros acentos y nuestros ancestros, a nuestras comidas y a nuestros cuentos. 
Estamos condenados a trascender los países, los paisitos, los epicentros, a contemplar y cuidar la humanidad, que aún llevamos por dentro.

El Maleducado

Hace años ya, en una conferencia en el auditorio de mi universidad, el rector hablaba de transformación social y calidad educativa, yo le pregunté por mi tocayo Correa de Andreis, arrestado en esos días, sin pruebas, por el DAS. El rector no dijo nada y mis compañeros de clase, me mandaron a callar.

Hace unos días, una amiga de la época del colegio, ponía en mi Facebook que no entendía cómo podía, alguien “tan educado como yo, que vivía en Europa”, proponer en público votar por Gustavo Petro. Me dieron ganas de responder rápido, pero como Mockus, me aguanté hasta hoy:
Querida amiga, lamento decepcionarte, yo aprendí del amor viendo telenovelas de Thalía y escuchando canciones de Luis Miguel. Sobre las mujeres me advirtieron mis amigos, mientras me obligaban a beber rones al compás de Diomedes Díaz. Me decían que “marica el último”, lo que quiere decir que todo vale, que lo importante es llegar primero, y que eres mejor, si eres heterosexual. A mi me educaron los mismos libros de historia de Colombia que a ti, escritos por Santillana, desde Madrid.

Y bueno, ahora vivo en el continente que más veces se ha auto-masacrado en la historia de la humanidad, creador de instituciones que acribillaron a millones de indígenas americanos y se inventó el horrendo concepto de la esclavitud. El continente del holocausto, que sigue invadiendo países con productos y servicios, con políticas nefastas y también con las armas. Vivo en un país que después de una Guerra Civil y una dictadura de 40 años, sigue sin pedir perdón y se debate entre la banderitis aguda y la corrupción.

Yo soy hijo del machismo y el racismo y vivo en el mundo del turbocapitalismo, donde se consume la naturaleza, para intentar comprar la felicidad.

Y sin embargo recuerdo, amiga mía, que mientras me enseñabas justamente tú a bailar la salsa de Rubén Blades, a mi también me criaban el amor de mi abuela, los atardeceres del Caribe, los pases del Pibe, la prosa de Gabo, las notas de Egidio, los chistes de Jaime Garzón. Y te diría que ahora, después de media vida en Barcelona, he visto que los dineros públicos se pueden convertir en sagrados, que los gobiernos pueden ser conformados por verdaderos/as ciudadanos/as, que sí es posible reciclar, que la dignidad humana, vale más que el capital. He entendido que las ideas como el cooperativismo, el feminismo, la defensa de los derechos humanos y la igualdad, pueden hacerse realidad y construir una sociedad más equitativa y justa, que esas reformas, propias de gobiernos progresistas como los que hoy están en Barcelona, Madrid, París, Londres o Nueva York, son compatibles con cantar las músicas de Juan Gabriel y leer a Estanislao Zuleta, a Orlando Fals Borda y William Ospina, con encontrarnos en La Troja y con gozar el carnaval. Lo poco o mucho que he hecho aquí es gracias a todo lo que aprendí allá.

Así que te repito con cariño: hoy, que la Colombia Humana se enfrenta a las maquinarias que nos han saqueado el corazón, yo no voy a votar en blanco, yo voy a ser maleducado, voy a votar con la esperanza de que en el país en el que vives, nunca más, le disparen a un profesor.

Sin un rasguño

Arturo sabía en el fondo que el país se desmoronaba y daba miedo. Él, como todos los demás, veía por televisión los asaltos guerrilleros a los puestos de policía en caseríos apartados, donde la presencia del Estado se basaba justamente en eso: un puñado de jóvenes uniformados con unas cuantas pistolas. También se enteraba, por supuesto, de las masacres de los paramilitares, pero esas tenían menos repercusión mediática y las atrocidades eran tan salvajes que parecían mentira. No se explicaba además, con ninguna certeza, de quiénes eran las cabezas con las que se jugaba fútbol. Los policías, en cambio, tenían nombre, apellido, y una madre que los lloraba en público. Al verlos muertos o secuetrados, con cadenas en sus tobillos y gargantas, recordaba que también él, de pequeño, jugaba a ser policía. 
Un día, de hecho, en casa de su abuelo, su padre le preguntó qué quería ser cuando fuera grande y él dijo que eso... que policía, su abuelo lo felicitó, su padre casi lo abofetea, su madre se puso a temblar y lo persinó, diciéndole que no volviera repetir, semejante barbaridad.
A pesar de todo, y de ver una y otra vez películas y series en las que el país volaba en mil pedazos por cuenta de los carteles de la droga, la guerra siempre parecía algo lejano. Los noticieros seguían hablando de un conflicto armado en pueblos en los que Arturo nunca había estado, mostrando una patria inmensa y desconocida, que bien podría ser el mundo entero o estar en Marte.
Solo entendió la magnitud del problema cuando por negocios, empezó a viajar a otros países y descubrió los trenes, pero durante aquellos viajes, estaba tan maravillado con la nieve y con la posibilidad que le daba Dios de disfrutarla, que agudizó su incapacidad para descifrar sus propios privilegios y la forma en que estos formaron su caracter. 
Fue así como cada cuatro años, Arturo votó por los mismos con las mismas, -Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe, Uribe, Santos, Zuluaga y Duque- diciendo que a él no le interesaba la política, ni los pobres, ni el medio ambiente, pensando que cambiar las cosas era una amenaza para sí mismo y sus intereses, sin comprender que no hay interés particular que se sostenga sin lo colectivo, negándose durante muchos años mas, la posibilidad de construir oportunidades significativas para las personas que le rodeaban. 
Arturo finalmente murió de viejo, más o menos millonario, sin un rasguño... y solo, porque a sus hijos los contactó un vecino días después de su deceso, por internet, mientras esquiaban en los Alpes. 
Este 17 de Junio yo votaré también por Arturo, aunque él piense, que yo voto contra él.

Los no convocados

Hace casi 4 años, mi papá me fue a buscar a la estación principal de buses de Medellín con 6 plátanos verdes en el asiento trasero del carro. Teníamos más de un año sin vernos y le traía de Barranquilla lo que más le gusta: dos libras de queso duro y salado, perfecto para fritar.
Cuando llegamos a su apartamento todo estaba listo: el proyector, los altavoces, las cervezas, la música escandalosa, el ron y una camiseta amarilla para cada invitado, aunque ese color ese día, era el del rival.
A mi papá le importa un carajo el fútbol pero reconocía que aquel momento era especial, lo que estaba en juego tenía que ver con el sentido de lo colectivo, con emociones, recuerdos, familia, valores de antaño, la vida misma, yo no escatimaría... tenía que ver con dignidad.
Colombia saltó a la cancha para enfrentar al todopoderoso Brasil con 85 mil espectadores en su contra, con un árbitro que dejaba mucho que desear. Salió a jugarlo todo contra la selección más ganadora de la historia de los mundiales, la cual jugaba de local. Salió nerviosa y le empujaron un gol, pero fue creciendo, de menos a más… y me quedó la sensación que con 10 minutos adicionales, hubiésemos clasificado. Mi papá dijo que no volvería a ver esa vaina, que le iba a dar un patatús, aunque nunca, ha dejado de soñar.
Durante muchos días me pregunté qué habría pasado si la Selección que partidos atrás había bailado en cada encuentro, que había maravillado con su hinchada, sus pases y el mejor gol del campeonato, hubiese creído en serio que era posible, que no se debía asustar. Yo usaba el pesimismo para huirle a la posible decepción, mi padre, que no sabe muy bien ni quien es Messi, estaba ahí por otra cosa.
El próximo 17 de Junio yo voy a jugar ese partido, aunque sea contra los eternos ganadores, tengan periodistas comprados y una fanaticada a su favor. Yo no voy a votar por el árbitro, yo no voy a perder por W.
Esta vez puedo subirme a la cancha y me la jugaré creyendo en el Falcao del Mónaco, el James del Múnich y el Ospina del Arsenal, pero sobretodo, subiré y votaré por los niños y jóvenes de Guachené, de Caloto, de Nechí, de Quibdó, de El Cerrito, de Necolí, los que no han sido convocados a nada, los nadie a quien nadie ha representado nunca. 
Votaré por esos pueblos perdidos, donde se baila y se juega a pata pelá, esos de donde emigraron los héroes nacionales y donde se quedaron tantos otros, sacándole el cuerpo al hambre, porque con hambre nadie puede ser deportista, ni ninguna cosa más. 
Prefiero que nos salga mal un partido a rendirme antes de tiempo, prefiero un pedante con fuerte oposición, que los hampones de siempre. Prefiero que esos lugares me los enseñe el fútbol y no la guerra. Prefiero que cambie algo, aunque sea poco y no me afecte. Yo no voy a votar en blanco por los pueblos negros, yo voy a votar para que nunca vuelvan a matar a alguien, por meter un autogol.

Yo no voy a votar por mi. (Elecciones 2018)

Yo no voy a votar por mi porque yo no vivo en Colombia y en mis planes no está volver porque siempre vuelvo.
Yo no voy a votar por mi familia porque mi familia, gracias a Dios, a la suerte y al trabajo incesante, están bien.
Yo no voy a votar por mi porque mi voto no me cambia, ni me afecta, ni me suma mucho, ni me resta.
Yo no voy a votar por mi, porque mi salud está mas o menos cubierta, el aire que respiro es más o menos limpio y estoy agradecido de poder hacer lo que me gusta y ganarme la vida con ello, aparte de la satisfacción de sentir que hago algo por/con los demás.
Yo voy a votar por otro, por otro que pude haber sido yo pero que yo no fui. Otro que no tuvo la posibilidad de educarse, ni de comer bien, ni de viajar, otro que merecía respeto pero nunca ha tenido: por pobre, por negro, por indígena, quizá por gay.
Yo voy a votar entre muchos otros por Juan, aunque no recuerdo cómo se llamaba. Yo era un estudiante universitario y estaba haciendo un proyecto sobre Comunicación y Ciudadanía en un barrio de desplazados por la violencia en Malambo, municipio paupérrimo del Departamento del Atlántico. Juan tendría 6 años y unos ojos negros saltones, estaba apoyado en la fachada de su casa, construida con tablas recogidas en cualquier parte, mientras miraba mi ropa y mis zapatos con asombro. Me acerqué a él con el mayor respeto que pude, pero su barriga inflada por parásitos me revolvió el desayuno. 
Le pedí entonces que me vendiera una bolsa con agua, que era a lo que se dedicaba... y mientras me la tomaba intentando pasar el mal rato y atenuar los 40 grados bajo sombra, le hice la pregunta que había prediseñado para mi trabajo:
- Juan y tú, qué quisieras para tu barrio? -
Juan clavó su mirada en mi cámara de fotos, tal como me imagino a un extraterrestre que acaba de encontrar por primera vez a un humano y entonces respondió, lo primero que sintió.
Yo voy a votar por Juan con la esperanza de que no haya sido disfrazado de guerrillero y asesinado por el ejercito colombiano, o por un pagadiario, de los que esa mañana pasaron en una camineta de vidrios polarizados sobre aquella calle que no era más que un barrizal.
Han pasado casi 16 años desde entonces, los mismos que han gobernado Uribe y los que él ha puesto a gobernar.
Yo voy a votar por Juan, yo no voy a votar por mi, yo voy a arriesgarme con la ilusión de que algo cambie en esos lugares. Para que la hija de Juan tenga acceso al colegio, para que vaya a la universidad... y si hace un trabajo como el mío no le respondan nunca más lo que Juan me respondió... Arroz.

Mía

Llegar a ti como camino, disfrutarlo como destino.
Soñar contigo en el presente, lugar privilegiado, de lo no-ausente.
Sentir tu cuerpo como espacio posible, viaje experimental hacia lo invisible.
Dormir contigo para volver a casa, la gaita perdida entre las montañas. Un vallenato de ciencia ficcion, stranger things, con acordeón.
Y habitar tu sexo y volver al pueblo, a lo amerindio, que llevo adentro.
Y bailar apretado a tu cuerpo infierno, territorio bello de lo imperfecto: intervención cirujana de Dioses contentos.
Y caminar los laberintos de los deseos, las bajas pasiones y sus venenos. Tu cuerpo zurdo, curvo, absurdo, recoveco cóncavo para entrar y salir, para soñar haciendo, para morir y vivir, para morir viviendo.
Recorrer tus mapas, descubrir la Sierra, tus cascadas, carcajadas, tus playas, tus valles, tus tierras bellas. Navegar las selvas y sus miradas asesinas, la mentira infinita, de hacerte mía.
Y clavarne a tu cintura, al reflejo de la luz en tu tatuaje, a tu mirada coqueta, a tu silencio salvaje. Pegarme, juntarme, mezclarme, con mi historia a medias, con lo que sobra a este poema, con tu ceguera... y lo que esperas. Y jugar al futuro de los encuentros, en estos tiempos, a contratiempo.

Compañera

Ni me quitarán el sueño ni me quitarán la salsa, ni me impondrán banderas, ni uniformes, ni fronteras, ni almas.
Y no escribiré maquinando, hacia donde van las máquinas, escribiré en directo, como terapia.
Porque un día cualquiera amanecerá y el alba, cargada de primavera, me dirá en silencio, que no ya no puede más.
Por eso prefiero, el camino difícil al fácil, si caminando por el primero, me encuentro con los demás.
Les juro, les prometo, no me quitarán el baile, ni los abrazos de mis amigos, que son la casa que se construye, en el más acá. Y no dirán entonces que las calles han sido de nadie, porque esta ciudad es infinita, como la montaña, como el mar.
Querrán decir de mi optimismo, que es ingenuo y es ridículo, que el mundo es una mierda y mucho más dirán. Pero no me quitarán la dicha del discurso propio, de la mirada distante, de la incredulidad.
Así nos encontraremos, contigo y con el raro, el diferente, el insolente, el que no quiere lo mismo, aquel que no piensa igual. Y lucharé por su espacio, tan valioso como el mío, porque me recuerda desde donde es que puedo yo mirar.
Y así con tranquilidad, al final de la jornada, cuando caiga la noche, por fin descansaré de la causa de no luchar por ninguna causa.. distinta a la de descansar.

Déjame

Déjame las ilusiones frágiles, el camino largo y culebrero, tu voz cautiva, tu acento extraño, el sabor perfecto de tus besos.
Déjame la paz del agotamiento, déjame tus piernas, tus siembras, tu aliento.
Déjame contarte que ya no me enamoro, déjame mentirte, cada día un poco, deja tu sonrisa, espera me acomodo, mi monotonía, mis cursilerias y antojos.
Déjame tus sueños cubiertos de a poquito, déjame tu espacio, en mi cama calientito.
Deja de quejarte, no me dejes en otoño, deja que te cante, vallenatos a mi modo.
Deja el arcoiris que no dejó la tormenta, déjame el silencio, de cuando presupuestas.
Deja que las palabras vuelen por encima, y que la incertidumbre abrace lo que escriba.
Y déjame tus huesos para hacerme una sopa, déjame tu boca, para casarme contigo.
Deja la bobada, siempre la vergüenza, es de madrugada, nadie ya te espera.
Déjate de cuentos que la vida es una sola, déjame tu espalda, colócate la ropa.
Déjame tu historia para disfrutar de ella, déjame el peligro de las canciones bellas.
Déjame poesías escritas con móvil, déjame escucharte, para entrar y salir de tu misterio, para lograr buscarte, más allá de los encuentros.
Deja provocarte las más raras fantasías, déjame decirte que te pienso cada día, déjame cuidarte, como si un día fueras mia.

Ganar y Perder

Perder el juicio, la calma, ganarte un beso.
Sin estrategia, perder el tiempo, las fuerzas, ganarte el cielo. 
Perder el miedo, el hielo, el aliento y los cuentos, ganar tus sueños.
Perder boleros y rumbas, ganar espacios junto a tu tumba.
Ganar espejos y la empatía, incluso el ruido y la algarabía.
Y perderte de vista cuando te vienes, de bajada, como tren descarriado, como comparsa extraviada.
Ganar entonces de madrugada, la luna llena sobre tu espalda.
Ganar de prisa con tu sonrisa, todos los motivos, las plantas, las brisas.
Y ganar las fiestas, los vuelos, como en los pueblos, todas las gentes, todas las músicas inocentes.
Perder mi pelo, sobre tu pecho, ganar espacios bajo tu lecho.
Ganar la impro, la bienvenida, ganar la cura pa las heridas.
Ganar el alma, perder el juego, ganar encuentros sin aspavientos.
Ganar los muros, los movimientos, los nuevos rumbos, el mundo entero. Y así, para que la victoria sea total, ganar tu cuerpo para cuando tenga frio y tu sonrisa, para cuando me sonrío.

De Sant Jordi con París.



 25 de Junio de 2009.
No entiendo nada, llevo 24 horas sin dormir. Papá, en serio, dime que nada de esto es cierto. Si Dios existe, esto no es cierto. Tú me dijiste que existía y que era bueno. En serio papá, deja de jugar conmigo. ¿Dónde está Dios? ¿A dónde diablos te fuiste?

3 de Mayo de 2014
Me vuelve a pasar, como aquellas noches de infierno en las que dormir o comer era un martirio. Me siento como una puta mierda. Mi abuela me cuida hasta el infinito, no quiero que lo haga más, no quiero más nada de nadie, solo que me dejen en paz. No ha sido uno ni dos ni tres los idiotas que me han atacado hoy en el colegio… ¿Hasta cuando tenía que esconderme? ¿Qué culpa tengo yo de llevar este apellido? Mi abuela dice que soy una niña madura para mi edad, que debo ser fuerte y que he vivido muchas cosas que me hacen como un roble, yo no le creo. Ya no le creo a nadie, ni a mi abuela ni a mis tíos. Ya no creo en mi.

14 de Mayo de 2014
Ayer probé la marihuana. Es diferente a estar borracha. Es más tranquilo, te sientes relajada, atontada. Me gustó. Me acosté con dos chicos anoche. No voy a dejar sus nombres aquí. El primero fue más placentero que el segundo. En realidad no sé por qué me acosté con el segundo, no lo recuerdo bien pero sé que no me gustaba del todo. El problema no fue la marihuana, esa combinación de vodka con tequila no fue buena idea. No puedo escribir más, mi cabeza va a explotar, yo quisiera explotar con ella.

1 de Junio de 2014
“La vida es una mierda”, así… sin ninguna palabra de más, quiero que aparezca en los titulares: “La vida es una mierda” – dejó escrito en el brazo la hija de Michael Jackson, antes de suicidarse.

23 de Abril de 2016
Como tu hija, no me conocerán por siempre, papá. Es una cruz muy fuerte para cargar y lo sabías cuando me tapabas la cara de pequeña. Quiero que sepas que estoy orgullosa de ti. De todo lo que me cuidaste y lo que nos protegiste a mí y a mis hermanos. Ahora, con 18 años, lo entiendo bien, papá… entiendo por qué eras como eras. Todo tu talento, toda tu capacidad de trabajo, toda tu genialidad incomprendida. Este mundo no entiende nada papá, no las cosas simples, mucho menos las grandes, como tú. Te inventaste un amor impecable, totalizador, absoluto, como tu música, tu baile, tus videos, tus conciertos, tu arte. Eras madre, padre, productor, compositor, bailarín, cantante, amabas como creabas, creabas amor, generabas amor. Te dejo estas palabras en mi diario porque no encuentro otra manera de comunicarme contigo. Ya no. Todos los canales entre tú y yo han sido cerrados por abogados. La gente de la familia a veces no me parece tan de la familia, a veces creo que hasta Dios está compinchado.
En fin, debo decirte algo importante: estoy enamorada, he conocido un chico guapo, inteligente y talentoso. Me cuida y me trata bien. No consume drogas y no es ningún tonto. Lo mejor: no tiene Instagram, solo un blog con cuentos de ficción.
Sé que te chocará mi decisión, pero me pondré su apellido judío y así nadie sospechará. Hicimos un viaje por el Mediterráneo y he decidido quedarme en Barcelona, una ciudad que lo tiene todo pero donde a casi nadie le importa quién soy. Pintarme el pelo ha sido suficiente para pasar desapercibida.
Hoy por ejemplo, hay mucha gente en la calle y nadie me mira. Han salido todos a regalarse libros y rosas en una tradición que parece muy antigua, algo que tiene que ver con un dragón, una princesa, una espada y un castillo... no sé, cosas de la vieja Europa.
Tu magia sigue viva, papá. Me acabo de encontrar en medio de una angosta calle del centro de la ciudad, un libro escrito por otro fan tuyo, que parece reconocido. Está escrito en Catalán, una lengua rara que hablan aquí y que entiendo aún menos que el español, así que aunque me lo compré, no podré leerlo, da igual...
Es de las portadas más feas que he visto de un libro sobre ti, papá, y muérete… mejor dicho, ¡vívete! ¡el autor... es un mago! 
La señora que me lo vendió me dijo que era buen libro, pero segurísimo que no lo ha leído.
Imagino tu cara, papá, como siempre sonriendo con estas cosas... búrlandote de todos, incluso de ti. Sigue bailando en el cielo, papá, que aquí, la gente aún no ha aprendido a hacerlo.

Baila el Muerto

Desde ayer, cuando me enteré de tu partida, he tenido ganas de escribirte algo, como si aún estuvieras por aquí, Molestoso, fisgoneando entre tus redes de Facebook para cagarte en cualquier comentario de cualquiera, para burlarte de alguna frase escrita a la ligera. Por aquí andabas siempre: para mandarnos al carajo cuando decíamos bobadas o para bailarle a la muerte, compartiendo canciones desde una fría sala del Hospital del Mar.
Has desaparecido de mi Facebook, como si quisieras seguir mamando gallo, uno buscando tu recuerdo, tu foto de perfil, tu última frase genial, tu humor negro para parafrasearte. Te imagino cagado de la risa, diciéndonos que mandamos huevo, que por aquí no te ibas a quedar pa que te jodamos la vida después de pitos.
Que me perdonen tus amigos y tus amantes, nunca fuimos tan llaves como para hablar de tí en público, pero recuerdo algunos detalles:
La primera vez que en Antilla, me invitaste a una Heineken sin conocerme y me di cuenta que no eras ni Barcelonés ni cachaco, a pesar de haber pasado media vida aquí y media allá, tal vez Caribe, que no es una nacionalidad pasaportable.
Recuerdo que luego fui a bailar con mi novia de entonces y me susurraste al oído: -"te volvieron mierda: mulato, recójete"-, haciéndome verla más bella de lo que era. También recuerdo que la llamaste, cuando se hizo Reina del Carnaval de Barranquilla en Barcelona, e intentaste corcharla el público, en la radio, con preguntas sobre la monarquía... te jodiste Molestoso, esa vez te ganó ella.
Con tu chivera y tu cigarro, con tu bailao sabroso, con tu risa y tu seriedad, tu cara de gangster y tu tumbao, uno sabía que te encontraría por ahí en cualquier bar salsero de la noche condal. Al final de la barra, medio escondido aunque fueras el Dj.
Recuerdo cuando publiqué en Mundo Hispano una crónica sobre La Sucursal, la orquesta que te empeñaste en promocionar hasta la saciedad. Yo la comparé en un par de líneas con La Fania y me llamaste a insultar. Me odiaste por un momento y te tomaste el trabajo de decirmelo a la cara, por eso algunos nunca te quisieron, por eso yo sí, Mulato, porque hablamos menos veces de las que hubiese querido, siempre medio borrachos, más de melancolía que de alcohol.
La última vez que me llamaste por teléfono, -lo hacías cada par de años- me pasaste un contacto de Madrid que buscaba alguien para un programa en Televisión Española. -"Si te sale no me llames a dar las gracias, pero si te sale y es un mierda, tampoco me llames a joder"- me sentenciaste.
Me cuentan que mañana te velan, no creo que pueda ir pero nos vemos este mismo finde, en la pista de siempre, porque no inventes Mulato, ahora después de viejo... no vengas con cuentos, que rumbero bueno no muere, sonero bueno no muere... ¡Baila el Muerto!

Sinfonía


Habían pasado ya más de 30 años, había visto crecer a Sofía sana y hermosa. Había aprendido a hablar español con las inventadas palabras propias de los locales. Se había enamorado de una mujer de esas, imposibles siquiera de imaginar en toda la región de Podlaquia. Se había acostumbrado al sol, a andar en chancletas los domingos y descalzo en casa. Había incluso, cambiado la copa de vodka diaria por el café más amargo de la región, cada vez que se cansaba de esperar una nueva caja de vodka polaco. Solo había una cosa no soportaba, cuando le preguntaban por el pasado, por su historia, entonces respondía que lo peor de la guerra vino justo ahora, tantos años después, al soportar meses bebiendo aguardiente y teniendo que escuchar esa extraña manera que tienen en el Caribe, de joder las notas de un acordeón.


Habían pasado ya 30 horas y Alexis no había regresado. Dijo que lo haría a la mañana siguiente, que no tardaría más de 12. Era verdad que había caído un aguacero intempestivo, pero estas cosas ya habían pasado muchas veces antes. También era cierto, -y tal vez esto era lo que más preocupaba a Sophia- que esa lancha estaba cada vez más vieja para salir a altamar. Las tablas, acostumbradas al sol más ardiente y al agua más salada del universo, en cualquier momento podían ceder.

Habían tenido que pasar 30 años para que Nicolai pensara en descansar por primera vez en su vida. 1970 parecía un buen año para tomar la decisión, no solo porque Sophia llevaba 4 años al mando de todo y tratando de convencerle de eso desde que empezó a perder la vista, sino también porque ya tenía más tierra de las que él mismo podía reccorer a caballo y esa había sido su promesa. Además, la finca de los cultivos de algodón proveeía a la fábrica textilera más grande de Colombia y un político de la capital había intermediado en un acuerdo que le garantizaba 25 años de ventas fijas.

Tuvieron que pasar 48 horas para que la hermana de Alexis no aguantara más. Llegó a la casona de los patronos con ojos hinchados, las manos temblorosas y la negra cabellera ensortijada revuelta por el ventarrón helado de la media noche. No se atrevía a tocar la puerta pero tampoco hizo falta. Detrás del cerrojo, la señorita Sophia la esperaba con la misma cara de desolación. Cuando ambas se encontraron de frente, no tuvieron mucho más que decir, entonces el viento cerró la puerta con violencia y se abrazaron con rabia, como intentando arrancarle al mar, la vida del hombre más importnate de sus vidas, aquel pobre pescador.

-¿Quién está ahí afuera?- Preguntó Nicolai pero no escuchó respuesta alguna.
-¡¿Quién está ahí afueraaa?!- Insistió despues de empinarse la botella de aguardiente barato, mientras los dorados cabellos de Sopfhia se enredaban con los de su criada.

Muchos años después, nadie entiende por qué lo hizo, pero lo cierto fue que aquel viejo semi-ciego, trabajador obsesivo e introvertido como ninguno, sin pensarlo demasiado, disparó.

El cuerpo de Alexis fue encontrado en el viejo muelle al que 30 años atrás llegó Nicolai junto con casi 3.000 judíos más. Sophía y Alexis fueron sepultados el mismo día, a la misma hora. En el entierro de la rubia sonaba la Sinfonía número 13 de Serguéi Prokofiév y a 200 metros de ahí, en el de Alexis, esa bella manera que tienen en el Caribe, de sacarle notas a un acordeón.

Mi verso es un ciervo herido.



 Guatanamera, esa era la marca de la caja de cigarros que Juana me trajo de su viaje anterior a la Habana.

-“¡Qué regalo más extraño!”- Pensé mientras desenvolvía el papel de la caja perfectamente envuelta.
-“¿Tú regalándome cigarrillos?”- Usmié la respuesta en la profundidad de sus ojos azules, pero solo me encontré con una absurda pregunta de vuelta.
-“Sabes cómo llamó Colón a la quinta isla que pisó en el Caribe?”-
-“Ni puta idea”-
-“Juana, como yo.”- me dijo con la voz muy bajita.

Se calcula que los primeros cultivos debieron tener lugar entre cinco mil y tres mil años antes de Cristo, así que cuando Cristobal llegó a aquellas islas, ya los cultivos de tabaco estaban extendidos por toda la América.

Me fumé entonces, un cigarro cada domingo, siempre a las siete de la mañana, y nunca fue un sacrificio. Me preparaba un café bien cargado, encendía el ordenador, y luego de leer en la prensa cómo se desmoronaba el mundo, me obligaba a escribir entre siete y diez páginas de literatura, quizás con la esperanza de que con esto, al menos mi mundo se mantuviera en pie.
Cada bocanada de humo la experimentaba como si fuera la última, la disfrutaba releyendo lo escrito o imaginando aquellas tierras verdes cerca de playas vírgenes, donde los indios Taínos no solo cultivaban para fumar sino también para soplarlo sobre el rostro de guerreros antes de la lucha, esparcirlo en campos antes de sembrar, ofrecerlo a los dioses, o derramarlo sobre las mujeres antes de una relación sexual.

Juana volvió a Cuba el domingo de mi cigarrillo número diesciocho, lo del Congreso de meses atrás ya no podía ser, así que me explicó que su viaje era gracias a una invitación de la Escuela Latinoamericana de Medicina, interesada en que  publicara con ellos, un artículo comparativo entre la educación en medicina en Catalunña y en la isla.

Dos semanas después, cuando volvió a nuestra casa en Barcelona, sus ojos azules tenían un brillo distinto. Guardé el cigarrillo número 20 de un modo instintivo, como si no fuera el momento… como si hubiese algo que esperar.

Anoche no me aguanté, después de tres días sin que me contestara el teléfono, llegué a su casa como poseído, la besé en la boca y la tiré en la cama. Ella no puso ningún tipo de  resistencia, tampoco había deseo en su expresión.

Entré en su cuerpo con miedo, rabia y afán.
-“Me encanta hacer el amor contigo”- le dije.
-“Follar, querrás decir”- me sentenció.
-“¡Voy a acabar yaaaa!”- le grité entre gemidos, a lo que Juana a pesar de morderse los labios y empujar la pared como si fuera a tumbarla, me respondió:
-“Ya era hora porque esto hace tiempo, que se acabó.”-

Barcelona, domingo, doce de la noche, cigarrillo veinte, creo que va siendo hora de ponerse a escrbir en serio.

Olores capitales



Bogota huele a mierda. Entenderemos por mierda un inclasificable cúmulo de olores mezclados: huele al óxido del hierro retorcido de los puentes peatonales que nadie quiere usar, al humo de los buses destartalados que tendrían que desaparecer, al asfalto permanentemente húmedo por una lluvia que no cesa de caer. Huele, como si fuera poco, a orines de perros, a pintura de aerosol, a chorizo, arepa, mazorca, a obleas con Arequipe y a muertos. Si, todo revuelto y al mismo tiempo.

Llegamos al aeropuerto El Dorado en el vuelo AV547 luego de once horas. Entonces, sin siquiera haber salido del avión, Pau me dijo con esa insoportable soberbia de los intelectuales del norte y un aparatoso y arrítmico movimiento de cadera y manos: -"Ahora sí vamos a ver, a qué huele Bogotá?"-

La sabana de Bogotá es otra cosa, a pesar de la burbuja inmobiliaria que amenaza con devorarla, aún huele a humedales y a rosas, a pino del más verde, a roble, a cilantro, a fresas con crema, a alcaparra, albahaca, tomillo y eucalipto, sobre todo a eucalipto.

Una vez en casa de mi padre, invitamos a Pau a comer a "El mejor ajiaco del mundo". Así se llamaba el restaurante que estaba rodeado por otros muchos de comida típica, imposibles de diferenciar. Estuvimos ahí bebiendo cervezas hasta que cayó la noche y nos fuimos a buscar música en el mejor sitio de la ciudad.

Quiebracanto el mítico bar salsero estaba a reventar pero el reventado era yo, mientras mi amigo catalán, a pesar de su incapacidad para coordinar cuatro compases musicales, había captado la mirada de una diosa de ébano, una negra de pelo alborotado y caderas endemoniadas. De repente los ojos de ambos se engancharon como imanes. Cabizbajo, meditabundo y cansado ya de Bogotá sin llevar 24 horas en ella, decidí tomar un taxi con el rabo entre las piernas, nunca mejor dicho.

A media noche, con cuatros copas de whisky y el ahogo por los 2600 metros sobre el nivel del mar, entré a la habitación de mi padre y me acosté a su lado como no había hecho desde hacía al menos 20 años. Entonces, una extraña sensación se apoderó de todos mis sentidos. Era como una fiebre a la inversa, no un escalofrío, era un frío que entraba por mi nariz y por mis poros. Sentía que en cualquier momento empezaría a levitar, cada vez más aire, cada vez más fuerte y gélido, no terminaba de saber si la sensación era agradable o no, empecé a preocuparme seriamente, podría ser que alguien hubiese puesto algo en mi copa. Al verme con un extranjero, todo era posible, "¡Maldita Bogotá!"

Imaginé a Pau secuestrado, asesinado, incluso violado. Tenía taquicardia, no podía cerrar los ojos, tampoco había a dónde llamarlo. -“Es un tipo adulto, viajado, sabrá defenderse”- me decía sin estar convencido, mirando el techo de la habitación, el cual parecía contraerse y expandirse al ritmo de los ronquidos de mi papá en la misma cama doble. Era una de las sensaciones más raras que había experimentado, no parecía una droga convencional, era como sentir Vick Vaporu en la nariz y cinco pastillas de Halls en la boca, todo al mismo tiempo, pero sin ninguna explicación.

A las siete de la mañana cerré los ojos rogándole al demonio que Pau apareciera con vida. A las doce del medio día, cuando salí de la habitación, ya había aparecido, estaba comiendo y charlando con mi padre, quien le contaba sobre su relajante favorito: una esencia de eucalipto que pone cada noche para dormir, que “le abre los pulmones”- decía mi viejo, y le recuerda la Bogotá de antaño.

-“Ahora si sabes a qué huele Bogotá, cabrón?”- le pregunté sin mirar a nadie.
-“Sí claro, a negra en primavera”- me respondió el desgraciado.