Cada día

Esta mañana leí EL ESPECTADOR antes de salir. EL TIEMPO se ha vuelto insoportable. En EL ESPECTADOR solo vi el primer titular: -“Los presidentes deberían tener poder sin límites. Eso piensa el 42,5% de los colombianos.”- Pensé en Chávez, Fidel, Stalin, Hitler y Bush. Me dio dolor de cabeza y entendí que los insoportables son, por lo menos el 42.5% de los colombianos.

Al regresar a casa, 13 horas después, con 10 de trabajo a cuestas, puse la maleta sobre la mesa, saqué mi portátil (que no tiene mucha información valiosa) y el portacomidas vacío. Realmente agotado, sentí como si acabara de llegar de la guerra. Puse entonces Paracol Internacional y ratifiqué asqueado, que la guerra, cada día, está por comenzar.

Mañana de lluvia..

-“Quiero metértela y sacártela sin tener hijos, esa idea me aterra tanto que me da miedo tanto miedo. Quiero pensar más en ti que en mí para volver a enamorarme corriendo el riesgo. Quiero reconocerte y disfrutar de la conversación (antes y después del polvo) Quiero no pensar solo en el polvo y también quiero desear sin miedo, con las vísceras, con la verga. Quiero disfrutar de lo recóndito del sexo en búsqueda de tu orgasmo, quiero dar para darme. Quiero venirme en tu boca y entregarte el corazón. Quiero, al menos esta mañana lluviosa, que me acaricies con las tripas, con el clítoris, con el alma y que nuevamente, hagamos el amor.”-

La sucursal del Caribe.*

*Crónica publicada en www.tribunalatina.com y www.mundohispano.info

Parece mentira pero ya han pasado 40 años desde que en Nueva York se formara ese grupo mítico que cambió la historia musical de los barrios latinoamericanos para siempre. Parece mentira pero ya han pasado 8 años desde que Marcelo y Santiago se encontraron aquel domingo en El Raval para hacer lo que más les gusta: tocar y cantar llenos de melancolía, la música del barrio. No me refiero por supuesto, al barrio barcelonés ni al neoyorkino, si no al de toda la vida. Aquel barrio latinoamericano como tantos otros, donde el hambre y la alegría juegan fútbol en la calle y aprenden a bailar desde temprana edad.

El domingo siguiente cada uno llevó a un amigo y casi instantáneamente, llenos de melancolía, descubrieron el sentimiento que los unía desde las entrañas. Ninguno de los presentes había vivido las protestas por la guerra de Vietnam ni la crisis de los misiles. Ninguno había hecho parte del movimiento hippie y a decir verdad, tampoco habían crecido en los suburbios de una gran ciudad. Ellos nacieron en los 80´s y en la adolescencia gozaban con el rock, el hip hop, el rap, el funk, el jazz y hasta el techno, pero todos tenían algo en común. Compartían en sus recuerdos las voces intactas de Héctor Lavoe, Rubén Blades y Celia Cruz acompañadas por el trombón de Willy Colón y el piano de Richy Ray. Así, disfrutando de la Fania All Star, fue como el domingo se hizo costumbre, la costumbre se hizo fiesta, la fiesta se hizo proyecto y el proyecto realidad.

Hoy, en una de las discotecas más importantes de la ciudad, el tipo de camisa roja, 1.80 de alto, piel blanca como la nieve y los ojos del color del aguacate mira para un lado y para el otro, para el frente y para atrás, no logra entender nada, aunque lo disfruta. Yo me pregunto entonces si habrá perdido algo, o todo. Tal vez perdió el tiempo, el rumbo, su mujer, sus recuerdos, tal vez dinero, tal vez sus barras con sus estrellas, o tal vez, simplemente está perdido, porque nació allí, así, sin ritmo. La chica fea a la que normalmente nadie mira se ha robado el show. La chica guapa a la que normalmente todo el mundo mira ahora pasa inadvertida. Los más jóvenes, los más viejos, los de aquí, los de allá, los que nacieron frente al mar y los que no. El inmigrante y el empresario, el desempleado y el jubilado. Los homosexuales, los negros y los más blancos. Todos intentan aprender mientras remedan a los coreógrafos, tres dominicanos que nunca imaginaron venir a Barcelona para ganarse la vida bailando salsa.


Le pregunto a Marcelo si puedo empezar a tomar fotos, él me responde que puedo hacer lo que quiera, que me sienta como en casa. Atraviesa el grupo de aprendices bailarines sin preocuparse demasiado. Saluda a uno y a otro, no se siente protagonista ni siquiera de esta crónica, me pide prestado el bolígrafo y anota los cinco nombres que le faltaban en un papel arrugado que saca del bolsillo de la chaqueta. Se lo entrega al guardia de la entrada. -“Mis invitados”- le dice mientras le toca el hombro.

Quisiera sentirme en casa. La chica que atiende en la barra es una mulata despampanante, del techo cuelgan hombrecitos morenos con bultos de plátano en sus espaldas y el DJ ha puesto Tania, una de mis preferidas del Joe Arroyo. Sin embargo, algo tiene mi casa que no tiene este lugar. Allá las maracas suenan distinto, acompañadas por cigarras, ranas o pericos. En el Caribe, no hay bailarines que monten coreografías sino rumberos que bailan pa’ dentro, y sudan mas.

Marcelo abraza a Santiago como si no lo hubiese visto hacía meses. Ayuda a probar el sonido y nota lo evidente. Todos están cansados pero felices pensando en lo mismo. El disco que están grabando hace más de 15 días durante 12 horas diarias, los tiene emocionados. Por eso el concierto de esta noche es especial. Darán a conocer la noticia: el primer disco de La Sucursal.

*

Tal vez en otra ciudad no habría pasado lo mismo pero Barcelona es definitivamente escenario de un intenso encuentro multicultural, artístico y cotidiano. Tal vez por eso La Sucursal SA se hizo posible. Una orquesta que se tomó el trabajo de investigar en las raíces del género salsero y de montar un extenso repertorio de clásicos, para luego asumir el reto de crear su propia música. La Sucursal SA. hoy son cuatro colombianos, dos españoles, una chilena, dos venezolanos, un norteamericano y hasta una inglesa dando lo mejor de sí en las tarimas, para que los que se encuentran en la pista aprendan a moverse con ritmo, o simplemente, se reencuentren con lo suyo. Mirándoles la cara de felicidad, me pregunto por los otros, los que han quedado del otro lado del charco con su música, su talento y sus sueños, buscando una oportunidad.

¿Qué hace una doctora en Filosofía Ecológica de la universidad de Londres afinando esas trompetas? ¿Qué hace un español golpeando el bongó y las campanas? ¿Qué hace un gringo probando ese trombón?

Intento encontrar la respuesta en sus ojos mientras preparan los instrumentos, pero tal vez la respuesta esté escondida entre las calles laberínticas del corazón de Barcelona. Entonces miro la discoteca, el grupo de novatos ha abandonado las clases, ya no son 20 sino más de 100 personas las que llenan el recinto y supongo que tal vez las respuestas estén ahí, en la sonrisa de cada uno de ellos.

El camerino es demasiado pequeño para 12 músicos y yo en la mitad. Santiago me explica que La Sucursal para él, es “un sentimiento profundo de sabor, amistad y melancolía”. Fernando, un argentino que no sabe bailar Tango pero toca los teclados de esta orquesta, me explica que “La Sucursal SA es como una gran ensalada, un reflejo de esta ciudad y es sobre todo, su proyecto personal”. Además de poco espacio, hay poco tiempo para entrevistas, así que el ritual empieza: ruedan las sillas y sueltan los instrumentos para poder abrazarse. Entre todos, con sus pies, sus voces, y sus manos, hacen una especie de comunión energética, como si tratara de un equipo de fútbol que sale a ganar el partido.

*

La música empieza y yo estoy muy cerca de ellos, siento temor de que los flashes de mi cámara los desconcentren pero pasa lo presumible, lo inevitable, lo normal. Soy yo quien no me concentro, la música se mete por mis poros y se me pega a los huesos para recordarme de qué estoy hecho. Me pierdo en el recuerdo de esa patria violenta, indignante y extremadamente alegre donde también crecí bailando.

Viendo sus caras durante el concierto, comprendo sin necesidad de largas entrevistas, ¿Qué es La Sucursal SA?


Se trata pues, de un reflejo de esa manera intensa, emotiva y festiva en la que el pueblo latinoamericano logra revelarse contra sus dramas para defender con orgullo lo que son, o mejor, lo que somos: una sociedad diversa y maltratada. Una mezcolanza de músicas africanas, indígenas y europeas. Multiculturalidad, mucho tiempo antes que el término existiese.

No se ha terminado la segunda canción y a mi empieza a darme igual si esta crónica es publicada o no. Mis pies se mueven impulsados por la fuerza del timbal y el recuerdo de las esquinas, los bordillos y los callejones de mi barrio. Me olvido entonces de las fotos, de la maleta y de los apuntes para concentrarme en el placer de estar vivo.


Lo que pasó de ahí en adelante no es fácil de explicar. Es felicidad, pero también añoranza, nostalgia, evocaciones y soledad. La Sucursal SA es la sucursal de lo que somos, de lo que hemos sido y lo que seremos. Se trata de un punto de encuentro y un digno representante del Caribe en Europa.

Frente a mí una pareja de catalanes bailan al ritmo que disfrutan, los profesores dominicanos dan vueltas como trompos y por ahí, por cualquier parte, pasa el tipo de los 1,80 de alto, la camisa roja y los ojos del color del aguacate gozando como un demente. Entonces sospecho que podría ser yo el perdido, bailando solo, con mi cámara colgada en el cuello y mis pensamientos en la demoledora cintura de la mujer que amo, mientras este gringo definitivamente, ha encontrado su lugar.

El llavero de Dalí.

Pensé que pasaría algo más, que sentiría algo más o algo menos. Pensé que sentiría, pero lo único que se produjo fue este vacío que aún me embriaga. Cuando pasó lo que pasó no vi color alguno, ni túnel, ni arcoíris. Simplemente un triste tono negro mate, sin brillo, sin luz, sin nada.

Horas más tarde, lo único que percibía era el sonido absurdo de sus voces hablando de Ronaldinho. Hablaban de la última derrota, del último fracaso. Uno de ellos explicaba que la solución era sacar a todos los viejos y solo jugar con los jóvenes: Bojan, Messi y Giovanni. Sus acentos no eran claros, aunque sí muy familiares, tal vez colombianos, tal vez venezolanos, tal vez cubanos. En todo caso no me extrañaba que los latinoamericanos se dedicaran a este tipo de trabajos.
Uno de los dos, el más gordo, se retiró por un momento mientras el otro me tocaba la frente con su mano cubierta en látex, lo hacía con cierto gesto de ternura que me fastidiaba. Yo estaba desconcertado, por un momento intuí que le importaba a alguien, que había una primera persona que se preocupa por mi estado, pero al poco tiempo mi suposición se desvaneció. El gordo regresó a la escena con un pocillo de café hirviendo que puso sobre mi pecho.

De vivo, uno jamás se imagina una situación similar, sin embargo a mi me embargaba una paz y un alivio enorme, el mismo que sentí algunas horas -o días atrás- cuando dejé caer mis muñecas ensangrentadas en la bañera. En aquel momento, cuando el agua se enrojeció completamente, empezaron a desaparecer por fin, las dos imágenes que tanto me habían perturbado desde mi llegada a España. Primero: la de mi madre cansada de limpiar los baños culeados, cagados, vomitados y meados por primermundistas que visitaban aquel hostal y segundo: la imagen nítida de mi novia, del otro lado del atlántico, chupándosela a aquel imbécil.

El tipo menos gordo continuaba con su estúpido gesto de ternura mientras bostezaba como un bebé. Acto seguido, enterró el bisturí y realizó un perfecto corte desde la tráquea hasta el abdomen. Con sus manos cubiertas por guantes comenzó a tocar y a sacar mis vísceras. Lo primero que extrajo fueron los pulmones, luego el corazón y los intestinos. Cada uno de los órganos los fue depositando en una bolsa negra que estaba en medio de mis piernas. Entonces el gordo entró en acción y con toda su fuerza pero con mucho cuidado retiró mi hígado y mi bazo. Al parecer, yo quedé más flaco que nunca. La yugular fue el canal que le sirvió para aplicarme la formalina en el cerebro y en la cara. Luego puso algodón en la nariz y en la boca. Con unas toallas ya usadas secó la sangre que había quedado dentro de mi cuerpo, esparció más formalina y me rellenó con otros trapos viejos para luego coserme.

Posiblemente, si hubiese sabido que me iba a ver tan feo, lo hubiese pensado una vez más, pero la conclusión seguramente habría sido la misma, la decisión ya había esperado demasiado. Por un instante quise pensar que el alma me volvía al cuerpo cuando me maquillaron, me peinaron y me pusieron ese elegante traje que de vivo nunca pude comprar, pero no fue así, el alma no volvió, nada volvió.

Ya en el ataúd, sentí tristeza por primera vez imaginando mi entierro o mi cremación entre tanta soledad. De pronto, sin entender cómo ni por qué, me encontraba en Los Jardines del Recuerdo, aquel cementerio por donde tantas veces pasé en el transporte escolar. La luz nítida y caliente de las mañanas del Caribe colombiano alumbraban las caras de los presentes. Ahí estaban todos y todas. Tíos, tías, abuelas, abuelos, primos, amigos del colegio, amigos del barrio y hasta mi hermano, con quien dejé de hablarme desde hacía dos años.

Ante la mirada incrédula y llorosa de la mayoría, mi padre traía consigo su promesa: un grupo de músicos locales vestidos de negro que al son de los tambores, me despedían cantando. No sé cómo pero ahí estaba también, la mujer me mas me amó, llevaba peor cara que cuando regresaba del trabajo en el hostal. Al parecer había sacrificado la posibilidad de la residencia española con tal de darme santa sepultura junto a los míos.

Finalmente, ahí estaba ella, sin él, temblando de miedo, con su piel morena, sus gafas oscuras, su cintura perfecta y el llavero de Dalí… que yo le había mandado.