En la ciudad de los sordos


Ramiro entró despacio, como con miedo, como entran los borrachos en la madrugada a sus casas después de visitar a la amante. Ramiro se puso blanco una vez dentro, en la primera página, en la portada, Vanesa estaba sujeta al tipo, colgada de su cuello como una camisa vieja a su gancho.

Se levantó de la silla, fue a la cocina y sacó de la despensa una botella de Sello Negro, volvió a su habitación, observó la pantalla y se zampó un trago largo, amargo, con el que se quemó la garganta.

Miró una foto y luego no se pudo detener, Carelibro es así, miró la galería completa, foto por foto, clic tras clic sus ojos se ponían más y más rojos pero no les dejó derramar ni una lágrima, -ni una puta lágrima por esa hijueputa- pensó mientras cerraba la ventana.

Al día siguiente, Ramiro esperó al tipo frente a la puerta del edificio donde vivía, un edificio viejo y feo, como él, con una puerta pequeña y mugrienta, formada en parte, por pedazos de vidrios rotos. El tipo bajó por la acera, cruzó la calle y Ramiro prendió el coche casi en silencio.

Cuando el semáforo peatonal marcó el verde, aceleró a fondo y se lo llevó por delante, con todas las fuerzas de su coche y de su alma, el maldito-perro-hijueputa que le había arrebatado a su mujer, se reventó contra el parabrisas de su mercedes. Nadie vio nada en la ciudad de los sordos.

Ramiro entró despacio, como con miedo, como entran los asesinos a todas partes y se puso blanco una vez dentro . En la primera página, en la portada, Vanesa continuaba sujeta al mismo tipo, colgada de su cuello como una camisa vieja a su gancho. Miles de mensajes le daban el sentido pésame, inclusive los amigos de Ramiro, los de toda la vida, los de las incontables borracheras, los del estadio, todos. Estuvo a punto de comentar en el Carelibro que el también lamentaba mucho la muerte de aquel tipo, pero no fue capaz. Se levantó de la silla, fue a la cocina y sacó de la despensa una botella nueva de Sello Negro, volvió a su habitación y observando la pantalla, leyendo cada uno de los mensajes de sus examigos para su exmujer, se zampó sorbo tras sorbo, clic tras clic, tragos largos, amargos, que solo detuvo cuando llegó al final de la botella.

Vanesa guardó el luto una semana, no salió de su casa ni de su perfil, se quedó mirando cada galería, colocando cada media hora en el status sus dolores, sus penas, sus frustraciones, luego se cambió y caminó media calle hacia la montaña, donde se encontró de frente con Ramiro, quien sin decir una palabra y con la cara inundada por lágrimas, le disparó un balazo en el corazón.

Ramiro entró despacio, tranquilo, sonriendo sastifecho, como entran y salen los políticos de su país al Capitolio Nacional o a la cárcel. Sin embargo, no se puso blanco una vez dentro y empezó a temblar, en la primera página, en la portada de Carelibro, la maldita Vanesa estaba sujeta al mismo hijueputa, colgada de su cuello como una camisa vieja a su gancho. Entonces se levantó de la silla, fue a la cocina y buscó en la despensa una botella de Sello Negro, pero no encontró. Volvió a su habitación y buscó en la chaqueta, el revolver que había guardado minutos atrás, miro la pantalla y la foto detenidamente, sus ojos se inundaron de agua salada, pero antes de dejarla caer, reventó el imac-último-modelo con un pepazo.