Ellas son las que mandan, ellas son las que pueden.

Todo empezó temprano, y cuando uno aquí dice temprano, pueden ser las 7 de la mañana, o las 6 o las 5. Entré a la ducha y el agua salió helada en la ciudad más caliente del planeta. Dos horas más tarde estábamos en el hospital para ponernos la vacuna de la fiebre amarilla. La vacuna es gratis aunque el hospital es de verdad. Las colas son eternas, el bochorno insoportable. 25 sillas naranjas bien delineadas en un pequeño cuarto con un ventilador de techo blanco, conformaban la sala de espera. Entre las sillas, el periódico Al día tenía un titular que provocaba una fastidiosa sensación de jolgorio y espanto, ambas al mismo tiempo: “Le hicieron transplante de carátula y el mán quedó bacano”

Un bus, un arroyo y otro bus. Llegamos a La Samaria muy tarde como para viajar a El Paraíso. –“A las 430 lo cierran”-, nos dijo el chofer que viaja en el Expreso Guayú, así que por menos de 2 euros un taxi nos dejó en el Parque Simón Bolívar.
Es una pepa roja, parece dibujada, ninguna fotografía sería suficiente. Cuando se pierde en el mar, es como si se desintegrara despacito, a propósito, como un susurro de amor, como una caricia temprana, como para colorear el cielo, como un suspiro de ensueño, como para recordarnos todo, para atraparnos fácil, para no dejarnos ir. ¿Cómo habría pintado esa pepa Dalí? Acostumbrado a sus casas tan blancas, sus mares tan fríos, sus playas y caminos con todas sus rocas, roquitas, rocosas, sus colores tan amargos y tan hermosos.

Aterrizamos en una habitación de cama doble y nueva, con aire acondicionado, baño propio y televisión de plasma de 32 pulgadas, abrimos un par de portacomidas con arroz blanco, pollo guisado con papa, tajadas de plátano maduro y unos espaguetis viejos. Después de bailar con los dioses y lesionarnos las piernas, salimos nuevamente a sentir la brisa de sus mares, la dulzura de sus limones, el ron de sus helados, la alegría de sus niños, la vigilancia de sus tombos, la piña de sus perros, el hambre de sus putas, el frío de sus pezones, la historia de su historia.

Caminamos varias calles para llegar al mercado. Al mercado de los pantalones de pana, los cartuchos de tinta, las caras de angustia, los vallenatos de los Diablitos, los amigos de lo ajeno, los carritos de juguete, las barajas de cartas, los panes de azúcar, las arepas de huevo, las matas de brujos, las miradas de enfermos, los enfermos de nada. Lugar y no lugar de desplazados insensatos, moribundos arrepentidos, desempleados entusiasmados, prostitutos aguerridos, traficantes invisibles, malhechores reconocidos, políticos bien intencionados, madres sacrificadas y una pareja de alemanes, comiéndose una papa rellena y un jugo de maracuyá. Menos de 2 euros vale el bus desde el mercado de La Samaria hasta la puerta de El Paraíso, a 45 minutos de distancia, entre el mar y al sierra.

El camino de la selva lo tiene todo: barro, culebras, hojas, hojitas, cangrejos, su mano divina y las olas del mar como banda sonora. El Paraíso tiene pocas cosas, pero todas hermosas, el mar imponente, las piedras preciosas, la arena muy blanca y unos huecos profundos donde las tortugas dejan sus huevos dorados, resistiéndose a desaparecer.

Después de un baño en el mar, el sol se fue a dormir temprano y en el cielo se formó la rumba. Un VJ todopoderoso elegía las nubes y las iluminaba al son de la inspiración. Le pedí un poquito y se negó. En El Paraíso, el arroz con camarón es abundante, las noches de fiesta son profundas como el atlántico, tranquilas pero densas, y si las duermes acompañado, no las podrás olvidar jamás.

Ese mar vuelve loca a la gente, la alegría se desborda y te relaja, te excita, te emociona, te hace besar, abrazar, penetrar, arañar, rasguñar, morder y amar. Tomamos una lancha con dos motores, uno no servía bien, el otro no servía. Había un ángel negro y uno blanco, treinta personas, dos delfines, ocho nacionalidades, cuatro arrecheras, una celosa, quince sonrisas, una coqueta, una coquera, y varias pesadillas.

En las playas a donde nos llevó la lancha, Rogelio canta desde hace ocho años y hace poco grabó un disco con Pipe, su hijo talentoso y marigüanero. Cuando era un niño, el viejo aprendió a cantar con los vallenatos de Leandro Díaz, Adolfo Pacheco y Carlos Huertas, con los porros orquestados de la Billos, Juancho Piña y Lucho Bermudez, pero encontró su debilidad cuando la voz de Compay Segundo le comió la cabeza. Entendió que su música no nacía mirando pa dentro del país si no pa fuera. Cruzar la sierra, bajar por el río, llegar a la sabana le resulto entonces más complicado que nadar hasta las islas. Con su guitarra y su voz ronca por el ron, nos paró los pelos, nos exprimió dos lágrimas, nos hizo bailar y nos arrancó 4 euros, aunque el nunca ha visto un billete de esos. –“Pongan En Taganga mandan las mujeres, en el Yotube y ya verán…”- Nos recomendó mientras se perdía entre los rayos de sol que rebotaban en la bahía.

La última noche dijo que compartiríamos la pizza mexicana con Cocacola, pero después de comerse la mitad peleó por la otra media. Entonces, nos jugamos las cartas y soñamos con ser tenistas millonarios, luego, borrachos de cansancio y amor, frente al Bello Horizonte, la Esperanza me abrazó una noche más y al poner su cabeza sobre mi pecho se durmió al instante. De repente yo, con los ojos cerrados y el corazón abierto recordé a los doce pescadores que aquella mañana, frente al televisor, le rogaban a Dios por una victoria de la selección de fútbol femenino, y entonces, finalmente, recordé la canción del viejo Rogelio: “En Taganga ellas son las que mandan, en Taganga mandan las mujeres...”  Dormí en paz.