Nada es fácil.

Ninguna decisión,
Ninguna apuesta,
Ningún sueño,
Ninguna historia.
Nunca lo ha sido,
Nunca lo será.
Quizá por eso,
No hay chance,
No hay opción,
Ni vuelta de tuerca,
Ni posibilidad distinta,
A intentarlo de nuevo,
A desear lo correcto,
En un mundo incoherente.
Y darle a lo interior,
Confiar en disfrutar,
Disfrutar del riesgo,
Que no nos importe perder,
Porque nunca se pierde,
Porque vivir no es perder un poco,
Porque Maturana se quedó corto,
Porque perder es ganar siempre,
Si deseamos bien,
Si logramos ver el alma,
el alma en unos ojos,
En la curva de esos ojos,
y bailar con ellos...
E ir pa ir pa esa!

Batalla de Flores

El carnaval ordena, es el desorden que pone las prioridades en orden. El carnaval libera, suelta lo que se contrae y lo nuevo, lo trae. El carnaval construye, fabrica la risa sobre lo improbable, edifica sin ladrillos ni cartón, sobre el aire.

El carnaval genera, espacios infinitos de amor propio.
El carnaval eleva, los espíritus a dónde nada ni nadie puede bajarles.
El carnaval es baile, el baile es fuerza, es el cuerpo que no trabaja matando animales, el cuerpo que se niega a sentarse frente a las pantallas. El baile es carnaval interno, de las articulaciones, de los espacios cóncavos. De las curvas de tus pechos y el corazón.

El carnaval es sueño de purpurina, de neón, de la mujer de belleza risueña, del camaleón.
El carnaval es abrazo, que no se compra ni se vende, el cristianismo que se entiende y la vulgaridad.

El carnaval es gozo poderoso y trascendental, la fiesta de la carne, el sexo en todas partes, la no-frontera, la no-barrera, el no-genero, la diversidad.
Cientos de miles de almas danzando junto al tambor, no al frente. Sin prejuicios ni miedos. Sin políticas de guerra, sin hambres ni miserias. La memoria colectiva e histórica reinventándo lo bonito, nada que haga daño.

El carnaval es esperanza, amor y libertad. En carnaval todo está bien... así que Lela, nos vemos en lo oscurito, en el lugar bonito, en el más acá

Felijaño, hijo

Cuando yo estaba pelao, mi papá se ponía especialmente romántico los 31 de Diciembre. En un momento de la fiesta, me tomaba de la mano y nos alejábamos del bullicio de la gente. Lo hizo en la casa de mi abuela, mientras sonaban Los Blancos de Maracaibo y las matasuegras se reventaban contra los muros de las casas. Lo hizo en una finca por Tunja, mientras la familia de su mujer cachaca cantaba villancicos incomprensibles para nuestra sensibilidad escandalosa. Lo hizo en la finca de mi tía Marcela, a donde lo obligué a ir tres años después de haberse divorciado de mi mamá, porque quería estar con ambos. Yo tenía 11 años y no me había enamorado aún. Lo hizo casi todas las veces que lo pasamos juntos.

Cuando ya estábamos solos, miraba al horizonte, mojaba sus labios con licor, ponía su mano sobre mi nuca y cambiaba el tono a uno más trascendental para hacer un balance rápido del año:
-Que año tan hijueputa este... hijo, pero el próximo estoy segurísimo que será mejor.-
Meneaba su trago de whisky con estilo de Birgmingham, aunque estuviera servido en un vaso de icopor. 

Durante el año en cuestión, el man había hecho lo que le había dado la gana y el próximo año haría lo mismo, ambos lo sabíamos, pero él se quejaba del ciclo moribundo solo ese día, en ese preciso instante... y renovaba todas las esperanzas para el día siguiente, como si por arte de magia la nueva vuelta al sol, viniera cargada de abundancia.

El año pasado, lo pasamos juntos en Barcelona. Vino a visitarme después de 10 años y durante todo este 2017 fui incapaz de escribir algo al respecto. Se bañó y se cambió a las 8 de la noche, nos tomamos una botella de vino cualquiera, cenamos algo ligero y a las 11pm ya estaba durmiendo. 

Ahora creo que no tenía ningún balance que hacer, nada más que enseñarme con palabras, yo ya había aprendido lo suficiente, la esperanza y el optimismo habían sido inoculados como la serpiente que te clava un veneno sin antídoto.

Fueron los años precisos y preciosos donde la responsabilidad era exclusividad de los adultos. Hoy vuelve a acabarse el año y el balance me toca a mi, en algún momento de la noche, me alejaré del bullicio y brindaré por él. Por este hujieputa y maravilloso año que se acaba y por todos los que vendrán.

Bailaora de Granada.

Ella no se movía demasiado, solo tocaba las palmas como poseída, como autómata.
Quizá estaba pensando en aquel gitano que le amaba con locura y al que ella había traicionado.
Tal vez pensaba en ese moro distinto que le había robado el corazón.

De pronto pensaba, digo yo, en la carrera que quería estudiar, en el viaje que quería hacer, en su madre enferma o en su padre alcolico, quizá en el Granada Futbol Club y en los tres goles que había encajado esa noche por parte del Real Madrid... o tal vez en política, en la de antes y en la de ahora... en ese puto presidente americano que ahora quién sabe qué va a hacer con tanto poder y tanta ignorancia, tal vez no más que repetir la historia, como si nada hubiese pasado.
Tocaba las palmas con la mirada en el suelo, con sus inmensos ojos como perdidos y el rostro mudo, triste. 

Quizá, pensé yo, estaría rayada con "Una Luna" la memorable y extensa crónica del argentino Martín Caparros en la que se narra la trata de blancas chicas en el este de Europa, chicas gitanas como ella, pero en Moldavia, chicas hembras, chicas putas, chicas niñas que venden sus nalgas al mejor postor, chica solas, chicas tristes como Fatima que venden sus palmas en un mundo dominado por pequeños Donald Tumps.

Me parece que Fatima quiere llorar mientras se gasta los dedos entre rítmicos chasquidos, dejándose las manos por un sueldo de mierda, moviendo cada músculo de su cuerpo para estos guiris que no aprecian su música ni su canto, que no saben de palos ni de compases ni de jonduras. Esta gente que le gusta gastar pasta para tomar fotos, pero ni saben aplaudir, ni saben lo que aplauden.

Fátima tiene ganas de llorar pero se niega a hacerlo porque está en un escenario, palmeando flamenco como le enseñó su abuela y por quién juro que haría eso el resto de su vida. 
Ella sabe además que si lo hace, que si llora, la gente pensara que es melancolía musical y tal vez le aplaudan y entonces su llanto será también vendido, cambiado por dos duros, como una sangría hecha a la ligera, también expuesto al mejor postor o a un postor cualquiera. 

"Venderemos otras cosas pero no las lágrimas, las lágrimas son sagradas, me las guardo o me las bebo..." Tal vez pensaría.

Fátima necesitaba fuerzas y sabia que el flamenco es lo que tiene... Así como reconocía que sus compañeros no tienen la culpa de ser hombres y por tanto no preguntarle qué le pasa a la chiquilla. Como mucho, asumirían que es la regla, la luna, el sueño, la vida, mientras Fátima sabe que ella tendrá que seguir aprovechando sus curvas, la juventud que se le esparrama, que se le escurre entre sus palmas, bajo su falda... 
Entonces los hombres y las mujeres del público miran a Fátima y Fátima mira a los hombres y a las mujeres quienes al verla tan seria, parecen sentir lastima y deseo de follarsela.

Quizá fue eso, o quizá eso es un invento mío, pero lo que contare ahora es verdad:
Fatima, aunque no sé si se llama Fátima, se levanto de esa silla como embrujada, se emputo, -como llamamos en el Caribe a la gente que se encabrona- y fue entonces cuando se acordó de su abuela: su abuela Arabe, gitana, negra y latina. Su abuela española, romana, rumana y africana. Su abuela que es la abuela de todas las periferias tradicionales. La abuela enraizada con todas las exclusiones. La abuela inmigrante que es la abuela de todas las abuelas de todos los barrios nuevos y los pueblos antiguos. La abuela negra colonizada y quemada por bruja, pagada y pegada por puta, deseada cada noche, infinitamente, por miradas distintas.

Así se levanto Fátima con todas sus fuerzas, con la rabia y el sentimiento de su abuela y de su raza, que son todas las razas mezcladas. Fátima bailaba ahora esa canción con todas las letras, las armas, los rezos, los sueños, las almas.

Y se olvida entonces de su sangre gitana que baila música cristiana para nunca más acordarse que está bailando por 10 euros la hora en un tablao para turistas de Granada. Y entonces ahí sí, así si, las tablas suenan y tiemblan, como cuando tiembla el mundo, mientras baila por bailar sin miedo, como le enseñaron en casa.

Bailar por bailar, para sacar las penas, para secar las lágrimas que se resistieron a salir, para sacar a bailar en su lugar, la vida completa... para dotar de sentido al planeta o al menos al de ella, bailar para honrar y honorar, para brindar por estar bailando consigo misma una noche más. 
Asi fue como Fátima nos enamoro y nunca más se sentó, explicándonos que en su danza impoluta, estaba toda la magia de aquel lugar. 

Y entonces hizo el paso de su tía, la menor, la que decía que el zapateo consistía en escuchar al pie, en hablarle al pie, con los múltiples lenguajes de la columna vertebral.

Y así fue como Fátima recordó a María, la tía a la que pusieron ese nombre para no liarla más y que nunca bailo por plata aunque podría haber sido millonaria de ese modo.

Y de repente Fatima se acordó de Rosario, su otra tía, la que le enseñó a mover las manos con la distincion de los colores de la Molinera...
Recordó entonces de refilón, que ese tablao lleva 15 años recibiendo turistas porque ella no ha fallado nunca. Porque nadie falla cuando se dedica a lo que ama.

"Voy a limpiarme los mocos" fue lo único que se le antojó decir a Fátima antes de bajarse del escenario, "no es fácil bailar hirviendo en fiebre", seria lo que quiso decir, pero las mujeres de su casa insistieron en que más que verse guapa había que verse fuerte, para que los ojos machos que la vean, aunque sean muchos, reconozcan que en el fondo, este mundo no les pertenece.

33 mil pies

Sabes que lo que viene es largo, te subes, te dejas llevar, no hay otra posibilidad. Aterrizas en Madrid con fuerza, a pesar que ya has hecho dos controles, cuatro filas y tienes hambre. Te empujas una hamburguesa de Burger King... "una vez al año... " - piensas, te mientes.
El nuevo avión no tiene mala pinta, te sugiere películas buenas que ya has visto, así que te quedan las siguientes opciones: Tarzam, Día de la Independencia y Cazafantasmas, todas consiguen dormirte o desesperarte.
El estómago no te entiende, la cabeza te escucha demasiado.
¿Cómo fue el último viaje a Colombia, las sensaciones de ese último vuelo? ¿Cuántas cosas en un año? -te preguntas mientras se te mezclan las imágenes actuales con las de anteriores viajes y con las de futuros.
A tantos pies de altura, parece que el tiempo es distinto, fluye diferente. Por un momento pierdes la noción del mismo y te da igual, como si se cayera ese aparato... pero no se cae y llegas a Bogotá.
Al aterrizar, las caras de los españoles y las europeas que te acompañan parecen haberse convertido en caras de cachacos y colombianas en general. Son las mismas personas que se subieron contigo al pájaro metálico ese, pero es como si al recorrer medio mundo se les hubiese transformado el rostro, el acento, el semblante y los deseos, tal vez estas personas piensen lo mismo de ti. ¡No les vayas a preguntar!
Lo que te parecía alucinación se te convertirá en realidad cuando el sol del Caribe te de en la cara, te reconocerás en casa un poco más viejo, recordando con nostalgia, que antes de los 30 sí podías dormir más de 6 horas de seguido.
Disfruta, estarás pocos días, para luego, volver a volver.

Me iré

Un día me iré, como los pájaros que emigran, como las ballenas, los campesinos, los refugiados.
Un día me iré por más de un mes, porque no soy de aqui, ni soy de allá ni de ninguna parte. Y para rematar, no puedo ni quiero ni debo serlo porque no me corresponde, ni me estimulan tus banderas, tus fronteras, tus monedas.
Un día me iré como la carne, el barro, los huesos, la nada, la fuerza, los sueños, los tiempos, sus miedos.
Como se van los trabajadores a la casa, después del jornal, como se acaba todo y de madrugada, vuelve a comenzar.
Porque irse es tan natural como venirse, como reirse, como emprender.
Me iré como las músicas y me ire con ellas. Me iré como las musas, me iré aunque vuelvas, en forma de recuerdo, sueño o espejismo, me ire con un correo, me iré sin previo aviso.
Porque todos parten, para poder volver.
A mi Caribe bendito, al cuento corto, a la oralidad que no requiere academia, a la fraternidad que no pone resistencia, al bailaíto apretado que no se puede enseñar.
Como la brisa que viene, cuando el año se va.
Y me ire con la noche, con la mochila que no puedo dejar, con el volumen correcto, sin presupuesto, como la gente buena, porque ya es tiempo de volver, porque ya es hora de llegar.

Déjame

Déjame las ilusiones frágiles, el camino largo y culebrero, tu voz cautiva, tu acento extraño, el sabor perfecto de tus besos.
Déjame la paz del agotamiento, déjame tus piernas, tus siembras, tu aliento.
Déjame contarte que ya no me enamoro, déjame mentirte, cada día un poco, deja tu sonrisa, espera me acomodo, mi monotonía, mis cursilerias y antojos.
Déjame tus sueños cubiertos de a poquito, déjame tu espacio, en mi cama calientito.
Deja de quejarte, no me dejes en otoño, deja que te cante, vallenatos a mi modo.
Deja el arcoiris que no dejó la tormenta, déjame el silencio, de cuando presupuestas.
Deja que las palabras vuelen por encima, y que la incertidumbre abrace lo que escriba.
Y déjame tus huesos para hacerme una sopa, déjame tu boca, para casarme contigo.
Deja la bobada, siempre la vergüenza, es de madrugada, nadie ya te espera.
Déjate de cuentos que la vida es una sola, déjame tu espalda, colócate la ropa.
Déjame tu historia para disfrutar de ella, déjame el peligro de las canciones bellas.
Déjame poesías escritas con móvil, déjame escucharte, para entrar y salir de tu misterio, para lograr buscarte, más allá de los encuentros.
Deja provocarte las más raras fantasías, déjame decirte que te pienso cada día, déjame cuidarte, como si un día fueras mia.

Una pecera en La Haya

Leonard Cohen acaricia mis oídos con su ronca voz, me parece una dulce presencia después de escuchar al nuevo presidente de Colombia por YouTube. Frente a mi hay un edificio de 13 pisos, debajo, una tienda de Prismark donde ayer compré 4 camisetas chinas por 10 euros. Estoy en la Centrale Bibliotheek de La Haya. 
Pienso que esto puede sonar a postureo. Posturear en el Caribe colombiano lo llamamos espantajopear. No dejo esta nota en Facebook para eso, o quizá sí. Me gusta que Facebook me recuerde donde he estado, como a todo el mundo, especialmente cuando he estado relajado, como ahora. Ya lo se, lo normal son las instantáneas de la playa mediterránea en estos días, pero la memoria es traicionera y la vida pasa rápido. Siempre me han gustado las bibliotecas y mientras escribo estas líneas sin saber pa donde van, una noticia inesperada me quita la calma. La vida es cambio e incerteza, vivir es arriesgado, toca correr el riesgo, me repito y recuerdo.
La primera vez que fui a una biblioteca tenía 14 años y se me había metido en la cabeza que quería ser escritor, a pesar de ser muy mal lector. Mi papá había mandado antes a transcribir e imprimir mi primer cuento: Paco, el robot-humano, 6 años antes. Desde entonces, además, enmarcaba las cartas que sagradamente le escribía en cada día del padre. Mi papá siempre ha sido así: frío pa unas vainas y cursi pa otras. 
Para Paco, yo me había inspirado en Paddington, la historia de un oso peruano que había inmigrado a Londres y estaba aturdido con lo que se encontraba. Así era Paco, así me siento a veces yo, casi 30 años después de que mi mamá me leyera esas historias.
Ir a una biblioteca por primera vez apenas a los 14 años, dice bastante del lugar donde crecí. De hecho, lo hice a 1.200 kilometros de casa, era la Luis Angel Arango de Bogotá. Ahí me senté a revisar libros antiguos sobre mi ciudad natal. Quería contar una historia inspirada en una relación sentimental que estaba viviendo en esa época con una chica bajita y tetona, que usaba un uniforme con falda de cuadritos del color del tutifruti. 
Sus poderosas curvas se interpusieron a mis clases de cálculo y trigonometría del colegio, por supuesto, saliendo victoriosas. 
Mi papá, ingeniero mecánico, gastó todo un domingo intentando explicarme las diferencias entre seno, coseno y tangente, pero yo solo pensaba en los senos de aquella muchachita instransigente. -¡Cópiate, pero de uno que sepa… al menos!- Me suplicó mi papá derrotado después de 6 horas infructuosas sudando sobre centenares de hojas en blanco en la casa de mi abuelo, acompañado por la algarabía de unas cotorras, hablándome en jerigonza.
En la Luis Ángel Arango, durante unas vacaciones como las actuales, llegué a escribir seis libretas con la historia de una chica, su madre y su abuela, abuela que en realidad era su madre biológica. Esas cosas de las que uno no debería enterarse, pero se entera. Esos problemas que no son de uno pero que uno adopta como propios y luego tiene que escribirlos para sacárselos de encima. Tres generaciones, tres adopciones y el melodrama latinoamericano en su máximo esplendor.
Así, mientras los jóvenes normales jugaban en los verdes parques capitalinos y mi papá revisaba mapas de la ciudad como si fuera a invadirla… yo me concentraba en fotos en blanco y negro de los tranvías de Barranquilla. 
Saco ahora mismo la cara de la pantalla y pasa el Tranvía número 6 por la calle Spun de la capital diplomática de los Países Bajos. Ese tranvía rodeado de bicicletas, junto a canales, sirve para ir a la playa y volver a la residencia de estudiantes en la que me hospedo hace unos días con ocho personas más, entre rusas y africanas. Viendo ese tranvía imagino que el negocio del primer mundo con el tercero, siempre fue venderle cosas que no estaban dispuestos a usar aquí: carros, armas, leche en polvo o glifosato. Observo los canales de La Haya y pienso en el Caño de la Auyama, de donde sacaron un cadáver sin dueño, no hace mucho. 
Recuerdo entonces las tardes en la Biblioteca Karl C. Parrish de la Universidad del Norte, a donde iba a leer noticias como esas en el periódico, además de algún libro de poesía y por supuesto, a echar la siesta. Recuerdo a otros estudiantes y profesores llegar sudando bajo aquel implacable sol y entrar ahí para salir a los cinco minutos, después de "coger aire acondicionado". 
Recuerdo también los 15 días en la biblioteca del parque del Retiro en Madrid, donde los ordenadores se apagaban solos cada 45 minutos y un viejo amargado a mi lado, llegaba cada tarde para ver en vivo y en directo, la construcción de un puente en su Cádiz del alma. Ahí pude avanzar proyectos, después de caminar más de 120 kilómetros por el País Vasco durante una semana. Para eso escribo, recuerdo entonces, para no olvidarme de mi.
Me recuerdo solo, también, en la biblioteca de la Ohio University, viendo un partido desastroso de Colombia contra Uruguay con audífonos y mordiendo un lapicero, en medio de una montaña rusa emocional que en realidad tenía otros orígenes. 
Así, he recordado tantos fines de semana en las bibliotecas de la Universitat Pompeu Fabra terminando aquella tesis sobre la terquedad, que me atrevo a decir sin vergüenza que no había mejor plan para hoy que este, mientras un nubarrón y un viento frío me dan la razón, posándose sobre las embajadas del mundo entero. 
Xenia, una de las rusas de la residencia en la que estoy me cruzó con su bicicleta esta tarde cuando salía: 
¿Vas nuevamente a la biblioteca?
Sí… - le respondí poniendo cara de Lelo Zopenco.
No pasa nada - me tranquilizó - Eres el típico piscis que necesita de vez en cuando, volver a su pecera.

Escribano

Para distraerme en los metros y aviones. Para ocultarme, perderme y encontrarme entre las canciones.
Para caminar sobre arroyos de recuerdos.
Para comprender lo caminado, para recordar lo recorrido, para afinar la mirada, en las noches de luceros.
Para ajustar las gafas y pulir la perspectiva, para las poesías y las cursilerias, para las propuestas, las protestas y las alegrías. Para la nostalgia, las cartas, los cuentos, los diálogos y las acciones comunicativas.
Para discutir y confrontar desde las ideas, para disminuir los estados de violencia.
Para vender y vencer, para enamorar y saber diferenciar.
Para disparar más suave, para perder el miedo, para ganarle al tiempo, para la diversión y el aburrimiento, para contarte historias y reirme, para armarme y construirte, para todo esto y todo lo demás, me sirven las palabras.

Los condenados

Existe un país al tiempo que otro país. Existe un país por dentro de otro país. Existe un país por afuera del mismo país. Existe ahora un país que sueña con un país distinto al que ha tenido siempre, un país sin miedo, sin maquinarias, sin nada que perder. Existe también un país bonito en medio del fuego cruzado, existe la posibilidad de reconstruirlo, de repararlo.
Existe un mundo, una familia, una red, una tribu, un combo, un grupo, un parche, existen emociones más allá de las razones…. Y en esos otros países, de esos otros lugares inexplorados, en esas otras orillas con otras banderas imaginarias, nos encontraremos, porque estamos condenados a encontrarnos.
Condenados a compartir y disfrutar la vida de esos países que al tiempo son muchos otros, desde Quibdó hasta Barranquilla, desde Zambrano hasta Belén de los Andaquíes, desde Popayán hasta Estocolmo, desde Cúcuta hasta Miami, en esos paísitos sentimentales, con esas ideas confusas y apasionadas, en esas vidas vividas, tantas veces arriesgadas, en medio de la precariedad y la violencia, en medio de alegrías y tristezas, en medio de la nostalgia y el miedo, una y otra vez, estamos condenados a encontrarnos. A encontrarnos en el futuro y también en el recuerdo, condenados a encontrarnos en serio, a respetarnos siempre, a defender, proteger y valorar, la vida que nos queda y la que se nos va. 
Estamos condenados a la diferencia, a persuadirla con argumentos, a aceptarla, respetarla y quererla como nos gusta que nos quieran, porque solo así podremos saber quienes somos y quienes no, construyendo nuestros límites, nuestras fronteras, nuestro valor. 
Estamos condenados, quizá a pasarnos la vida repitiendo una parte de la historia hasta poder cambiarla, y lo intentaremos, las veces que haga falta. Porque estamos sentenciados eternamente a la alegría, a la ilusión, como los hinchas de un equipo malo, a ponernos la camiseta, a meterle el corazón. Condenados a trabajar honradamente, como ayer, como hoy y como siempre.
Estamos condenados a la familia que tenemos, a los amigos de antaño, a las bajas pasiones, a las profundas creencias. Condenados a las nuevas familias que construimos, a las búsquedas de siempre, a las distancias, a nuestros miedos y a nuestros paisajes… a todos los climas. Estamos condenados a nuestra música, a nuestros acentos y nuestros ancestros, a nuestras comidas y a nuestros cuentos. 
Estamos condenados a trascender los países, los paisitos, los epicentros, a contemplar y cuidar la humanidad, que aún llevamos por dentro.

El Maleducado

Hace años ya, en una conferencia en el auditorio de mi universidad, el rector hablaba de transformación social y calidad educativa, yo le pregunté por mi tocayo Correa de Andreis, arrestado en esos días, sin pruebas, por el DAS. El rector no dijo nada y mis compañeros de clase, me mandaron a callar.

Hace unos días, una amiga de la época del colegio, ponía en mi Facebook que no entendía cómo podía, alguien “tan educado como yo, que vivía en Europa”, proponer en público votar por Gustavo Petro. Me dieron ganas de responder rápido, pero como Mockus, me aguanté hasta hoy:
Querida amiga, lamento decepcionarte, yo aprendí del amor viendo telenovelas de Thalía y escuchando canciones de Luis Miguel. Sobre las mujeres me advirtieron mis amigos, mientras me obligaban a beber rones al compás de Diomedes Díaz. Me decían que “marica el último”, lo que quiere decir que todo vale, que lo importante es llegar primero, y que eres mejor, si eres heterosexual. A mi me educaron los mismos libros de historia de Colombia que a ti, escritos por Santillana, desde Madrid.

Y bueno, ahora vivo en el continente que más veces se ha auto-masacrado en la historia de la humanidad, creador de instituciones que acribillaron a millones de indígenas americanos y se inventó el horrendo concepto de la esclavitud. El continente del holocausto, que sigue invadiendo países con productos y servicios, con políticas nefastas y también con las armas. Vivo en un país que después de una Guerra Civil y una dictadura de 40 años, sigue sin pedir perdón y se debate entre la banderitis aguda y la corrupción.

Yo soy hijo del machismo y el racismo y vivo en el mundo del turbocapitalismo, donde se consume la naturaleza, para intentar comprar la felicidad.

Y sin embargo recuerdo, amiga mía, que mientras me enseñabas justamente tú a bailar la salsa de Rubén Blades, a mi también me criaban el amor de mi abuela, los atardeceres del Caribe, los pases del Pibe, la prosa de Gabo, las notas de Egidio, los chistes de Jaime Garzón. Y te diría que ahora, después de media vida en Barcelona, he visto que los dineros públicos se pueden convertir en sagrados, que los gobiernos pueden ser conformados por verdaderos/as ciudadanos/as, que sí es posible reciclar, que la dignidad humana, vale más que el capital. He entendido que las ideas como el cooperativismo, el feminismo, la defensa de los derechos humanos y la igualdad, pueden hacerse realidad y construir una sociedad más equitativa y justa, que esas reformas, propias de gobiernos progresistas como los que hoy están en Barcelona, Madrid, París, Londres o Nueva York, son compatibles con cantar las músicas de Juan Gabriel y leer a Estanislao Zuleta, a Orlando Fals Borda y William Ospina, con encontrarnos en La Troja y con gozar el carnaval. Lo poco o mucho que he hecho aquí es gracias a todo lo que aprendí allá.

Así que te repito con cariño: hoy, que la Colombia Humana se enfrenta a las maquinarias que nos han saqueado el corazón, yo no voy a votar en blanco, yo voy a ser maleducado, voy a votar con la esperanza de que en el país en el que vives, nunca más, le disparen a un profesor.

Sin un rasguño

Arturo sabía en el fondo que el país se desmoronaba y daba miedo. Él, como todos los demás, veía por televisión los asaltos guerrilleros a los puestos de policía en caseríos apartados, donde la presencia del Estado se basaba justamente en eso: un puñado de jóvenes uniformados con unas cuantas pistolas. También se enteraba, por supuesto, de las masacres de los paramilitares, pero esas tenían menos repercusión mediática y las atrocidades eran tan salvajes que parecían mentira. No se explicaba además, con ninguna certeza, de quiénes eran las cabezas con las que se jugaba fútbol. Los policías, en cambio, tenían nombre, apellido, y una madre que los lloraba en público. Al verlos muertos o secuetrados, con cadenas en sus tobillos y gargantas, recordaba que también él, de pequeño, jugaba a ser policía. 
Un día, de hecho, en casa de su abuelo, su padre le preguntó qué quería ser cuando fuera grande y él dijo que eso... que policía, su abuelo lo felicitó, su padre casi lo abofetea, su madre se puso a temblar y lo persinó, diciéndole que no volviera repetir, semejante barbaridad.
A pesar de todo, y de ver una y otra vez películas y series en las que el país volaba en mil pedazos por cuenta de los carteles de la droga, la guerra siempre parecía algo lejano. Los noticieros seguían hablando de un conflicto armado en pueblos en los que Arturo nunca había estado, mostrando una patria inmensa y desconocida, que bien podría ser el mundo entero o estar en Marte.
Solo entendió la magnitud del problema cuando por negocios, empezó a viajar a otros países y descubrió los trenes, pero durante aquellos viajes, estaba tan maravillado con la nieve y con la posibilidad que le daba Dios de disfrutarla, que agudizó su incapacidad para descifrar sus propios privilegios y la forma en que estos formaron su caracter. 
Fue así como cada cuatro años, Arturo votó por los mismos con las mismas, -Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe, Uribe, Santos, Zuluaga y Duque- diciendo que a él no le interesaba la política, ni los pobres, ni el medio ambiente, pensando que cambiar las cosas era una amenaza para sí mismo y sus intereses, sin comprender que no hay interés particular que se sostenga sin lo colectivo, negándose durante muchos años mas, la posibilidad de construir oportunidades significativas para las personas que le rodeaban. 
Arturo finalmente murió de viejo, más o menos millonario, sin un rasguño... y solo, porque a sus hijos los contactó un vecino días después de su deceso, por internet, mientras esquiaban en los Alpes. 
Este 17 de Junio yo votaré también por Arturo, aunque él piense, que yo voto contra él.

Los no convocados

Hace casi 4 años, mi papá me fue a buscar a la estación principal de buses de Medellín con 6 plátanos verdes en el asiento trasero del carro. Teníamos más de un año sin vernos y le traía de Barranquilla lo que más le gusta: dos libras de queso duro y salado, perfecto para fritar.
Cuando llegamos a su apartamento todo estaba listo: el proyector, los altavoces, las cervezas, la música escandalosa, el ron y una camiseta amarilla para cada invitado, aunque ese color ese día, era el del rival.
A mi papá le importa un carajo el fútbol pero reconocía que aquel momento era especial, lo que estaba en juego tenía que ver con el sentido de lo colectivo, con emociones, recuerdos, familia, valores de antaño, la vida misma, yo no escatimaría... tenía que ver con dignidad.
Colombia saltó a la cancha para enfrentar al todopoderoso Brasil con 85 mil espectadores en su contra, con un árbitro que dejaba mucho que desear. Salió a jugarlo todo contra la selección más ganadora de la historia de los mundiales, la cual jugaba de local. Salió nerviosa y le empujaron un gol, pero fue creciendo, de menos a más… y me quedó la sensación que con 10 minutos adicionales, hubiésemos clasificado. Mi papá dijo que no volvería a ver esa vaina, que le iba a dar un patatús, aunque nunca, ha dejado de soñar.
Durante muchos días me pregunté qué habría pasado si la Selección que partidos atrás había bailado en cada encuentro, que había maravillado con su hinchada, sus pases y el mejor gol del campeonato, hubiese creído en serio que era posible, que no se debía asustar. Yo usaba el pesimismo para huirle a la posible decepción, mi padre, que no sabe muy bien ni quien es Messi, estaba ahí por otra cosa.
El próximo 17 de Junio yo voy a jugar ese partido, aunque sea contra los eternos ganadores, tengan periodistas comprados y una fanaticada a su favor. Yo no voy a votar por el árbitro, yo no voy a perder por W.
Esta vez puedo subirme a la cancha y me la jugaré creyendo en el Falcao del Mónaco, el James del Múnich y el Ospina del Arsenal, pero sobretodo, subiré y votaré por los niños y jóvenes de Guachené, de Caloto, de Nechí, de Quibdó, de El Cerrito, de Necolí, los que no han sido convocados a nada, los nadie a quien nadie ha representado nunca. 
Votaré por esos pueblos perdidos, donde se baila y se juega a pata pelá, esos de donde emigraron los héroes nacionales y donde se quedaron tantos otros, sacándole el cuerpo al hambre, porque con hambre nadie puede ser deportista, ni ninguna cosa más. 
Prefiero que nos salga mal un partido a rendirme antes de tiempo, prefiero un pedante con fuerte oposición, que los hampones de siempre. Prefiero que esos lugares me los enseñe el fútbol y no la guerra. Prefiero que cambie algo, aunque sea poco y no me afecte. Yo no voy a votar en blanco por los pueblos negros, yo voy a votar para que nunca vuelvan a matar a alguien, por meter un autogol.

Yo no voy a votar por mi. (Elecciones 2018)

Yo no voy a votar por mi porque yo no vivo en Colombia y en mis planes no está volver porque siempre vuelvo.
Yo no voy a votar por mi familia porque mi familia, gracias a Dios, a la suerte y al trabajo incesante, están bien.
Yo no voy a votar por mi porque mi voto no me cambia, ni me afecta, ni me suma mucho, ni me resta.
Yo no voy a votar por mi, porque mi salud está mas o menos cubierta, el aire que respiro es más o menos limpio y estoy agradecido de poder hacer lo que me gusta y ganarme la vida con ello, aparte de la satisfacción de sentir que hago algo por/con los demás.
Yo voy a votar por otro, por otro que pude haber sido yo pero que yo no fui. Otro que no tuvo la posibilidad de educarse, ni de comer bien, ni de viajar, otro que merecía respeto pero nunca ha tenido: por pobre, por negro, por indígena, quizá por gay.
Yo voy a votar entre muchos otros por Juan, aunque no recuerdo cómo se llamaba. Yo era un estudiante universitario y estaba haciendo un proyecto sobre Comunicación y Ciudadanía en un barrio de desplazados por la violencia en Malambo, municipio paupérrimo del Departamento del Atlántico. Juan tendría 6 años y unos ojos negros saltones, estaba apoyado en la fachada de su casa, construida con tablas recogidas en cualquier parte, mientras miraba mi ropa y mis zapatos con asombro. Me acerqué a él con el mayor respeto que pude, pero su barriga inflada por parásitos me revolvió el desayuno. 
Le pedí entonces que me vendiera una bolsa con agua, que era a lo que se dedicaba... y mientras me la tomaba intentando pasar el mal rato y atenuar los 40 grados bajo sombra, le hice la pregunta que había prediseñado para mi trabajo:
- Juan y tú, qué quisieras para tu barrio? -
Juan clavó su mirada en mi cámara de fotos, tal como me imagino a un extraterrestre que acaba de encontrar por primera vez a un humano y entonces respondió, lo primero que sintió.
Yo voy a votar por Juan con la esperanza de que no haya sido disfrazado de guerrillero y asesinado por el ejercito colombiano, o por un pagadiario, de los que esa mañana pasaron en una camineta de vidrios polarizados sobre aquella calle que no era más que un barrizal.
Han pasado casi 16 años desde entonces, los mismos que han gobernado Uribe y los que él ha puesto a gobernar.
Yo voy a votar por Juan, yo no voy a votar por mi, yo voy a arriesgarme con la ilusión de que algo cambie en esos lugares. Para que la hija de Juan tenga acceso al colegio, para que vaya a la universidad... y si hace un trabajo como el mío no le respondan nunca más lo que Juan me respondió... Arroz.

Mía

Llegar a ti como camino, disfrutarlo como destino.
Soñar contigo en el presente, lugar privilegiado, de lo no-ausente.
Sentir tu cuerpo como espacio posible, viaje experimental hacia lo invisible.
Dormir contigo para volver a casa, la gaita perdida entre las montañas. Un vallenato de ciencia ficcion, stranger things, con acordeón.
Y habitar tu sexo y volver al pueblo, a lo amerindio, que llevo adentro.
Y bailar apretado a tu cuerpo infierno, territorio bello de lo imperfecto: intervención cirujana de Dioses contentos.
Y caminar los laberintos de los deseos, las bajas pasiones y sus venenos. Tu cuerpo zurdo, curvo, absurdo, recoveco cóncavo para entrar y salir, para soñar haciendo, para morir y vivir, para morir viviendo.
Recorrer tus mapas, descubrir la Sierra, tus cascadas, carcajadas, tus playas, tus valles, tus tierras bellas. Navegar las selvas y sus miradas asesinas, la mentira infinita, de hacerte mía.
Y clavarne a tu cintura, al reflejo de la luz en tu tatuaje, a tu mirada coqueta, a tu silencio salvaje. Pegarme, juntarme, mezclarme, con mi historia a medias, con lo que sobra a este poema, con tu ceguera... y lo que esperas. Y jugar al futuro de los encuentros, en estos tiempos, a contratiempo.

Compañera

Ni me quitarán el sueño ni me quitarán la salsa, ni me impondrán banderas, ni uniformes, ni fronteras, ni almas.
Y no escribiré maquinando, hacia donde van las máquinas, escribiré en directo, como terapia.
Porque un día cualquiera amanecerá y el alba, cargada de primavera, me dirá en silencio, que no ya no puede más.
Por eso prefiero, el camino difícil al fácil, si caminando por el primero, me encuentro con los demás.
Les juro, les prometo, no me quitarán el baile, ni los abrazos de mis amigos, que son la casa que se construye, en el más acá. Y no dirán entonces que las calles han sido de nadie, porque esta ciudad es infinita, como la montaña, como el mar.
Querrán decir de mi optimismo, que es ingenuo y es ridículo, que el mundo es una mierda y mucho más dirán. Pero no me quitarán la dicha del discurso propio, de la mirada distante, de la incredulidad.
Así nos encontraremos, contigo y con el raro, el diferente, el insolente, el que no quiere lo mismo, aquel que no piensa igual. Y lucharé por su espacio, tan valioso como el mío, porque me recuerda desde donde es que puedo yo mirar.
Y así con tranquilidad, al final de la jornada, cuando caiga la noche, por fin descansaré de la causa de no luchar por ninguna causa.. distinta a la de descansar.

Déjame

Déjame las ilusiones frágiles, el camino largo y culebrero, tu voz cautiva, tu acento extraño, el sabor perfecto de tus besos.
Déjame la paz del agotamiento, déjame tus piernas, tus siembras, tu aliento.
Déjame contarte que ya no me enamoro, déjame mentirte, cada día un poco, deja tu sonrisa, espera me acomodo, mi monotonía, mis cursilerias y antojos.
Déjame tus sueños cubiertos de a poquito, déjame tu espacio, en mi cama calientito.
Deja de quejarte, no me dejes en otoño, deja que te cante, vallenatos a mi modo.
Deja el arcoiris que no dejó la tormenta, déjame el silencio, de cuando presupuestas.
Deja que las palabras vuelen por encima, y que la incertidumbre abrace lo que escriba.
Y déjame tus huesos para hacerme una sopa, déjame tu boca, para casarme contigo.
Deja la bobada, siempre la vergüenza, es de madrugada, nadie ya te espera.
Déjate de cuentos que la vida es una sola, déjame tu espalda, colócate la ropa.
Déjame tu historia para disfrutar de ella, déjame el peligro de las canciones bellas.
Déjame poesías escritas con móvil, déjame escucharte, para entrar y salir de tu misterio, para lograr buscarte, más allá de los encuentros.
Deja provocarte las más raras fantasías, déjame decirte que te pienso cada día, déjame cuidarte, como si un día fueras mia.

Ganar y Perder

Perder el juicio, la calma, ganarte un beso.
Sin estrategia, perder el tiempo, las fuerzas, ganarte el cielo. 
Perder el miedo, el hielo, el aliento y los cuentos, ganar tus sueños.
Perder boleros y rumbas, ganar espacios junto a tu tumba.
Ganar espejos y la empatía, incluso el ruido y la algarabía.
Y perderte de vista cuando te vienes, de bajada, como tren descarriado, como comparsa extraviada.
Ganar entonces de madrugada, la luna llena sobre tu espalda.
Ganar de prisa con tu sonrisa, todos los motivos, las plantas, las brisas.
Y ganar las fiestas, los vuelos, como en los pueblos, todas las gentes, todas las músicas inocentes.
Perder mi pelo, sobre tu pecho, ganar espacios bajo tu lecho.
Ganar la impro, la bienvenida, ganar la cura pa las heridas.
Ganar el alma, perder el juego, ganar encuentros sin aspavientos.
Ganar los muros, los movimientos, los nuevos rumbos, el mundo entero. Y así, para que la victoria sea total, ganar tu cuerpo para cuando tenga frio y tu sonrisa, para cuando me sonrío.