Bailaora de Granada.

Ella no se movía demasiado, solo tocaba las palmas como poseída, como autómata.
Quizá estaba pensando en aquel gitano que le amaba con locura y al que ella había traicionado.
Tal vez pensaba en ese moro distinto que le había robado el corazón.

De pronto pensaba, digo yo, en la carrera que quería estudiar, en el viaje que quería hacer, en su madre enferma o en su padre alcolico, quizá en el Granada Futbol Club y en los tres goles que había encajado esa noche por parte del Real Madrid... o tal vez en política, en la de antes y en la de ahora... en ese puto presidente americano que ahora quién sabe qué va a hacer con tanto poder y tanta ignorancia, tal vez no más que repetir la historia, como si nada hubiese pasado.
Tocaba las palmas con la mirada en el suelo, con sus inmensos ojos como perdidos y el rostro mudo, triste. 

Quizá, pensé yo, estaría rayada con "Una Luna" la memorable y extensa crónica del argentino Martín Caparros en la que se narra la trata de blancas chicas en el este de Europa, chicas gitanas como ella, pero en Moldavia, chicas hembras, chicas putas, chicas niñas que venden sus nalgas al mejor postor, chica solas, chicas tristes como Fatima que venden sus palmas en un mundo dominado por pequeños Donald Tumps.

Me parece que Fatima quiere llorar mientras se gasta los dedos entre rítmicos chasquidos, dejándose las manos por un sueldo de mierda, moviendo cada músculo de su cuerpo para estos guiris que no aprecian su música ni su canto, que no saben de palos ni de compases ni de jonduras. Esta gente que le gusta gastar pasta para tomar fotos, pero ni saben aplaudir, ni saben lo que aplauden.

Fátima tiene ganas de llorar pero se niega a hacerlo porque está en un escenario, palmeando flamenco como le enseñó su abuela y por quién juro que haría eso el resto de su vida. 
Ella sabe además que si lo hace, que si llora, la gente pensara que es melancolía musical y tal vez le aplaudan y entonces su llanto será también vendido, cambiado por dos duros, como una sangría hecha a la ligera, también expuesto al mejor postor o a un postor cualquiera. 

"Venderemos otras cosas pero no las lágrimas, las lágrimas son sagradas, me las guardo o me las bebo..." Tal vez pensaría.

Fátima necesitaba fuerzas y sabia que el flamenco es lo que tiene... Así como reconocía que sus compañeros no tienen la culpa de ser hombres y por tanto no preguntarle qué le pasa a la chiquilla. Como mucho, asumirían que es la regla, la luna, el sueño, la vida, mientras Fátima sabe que ella tendrá que seguir aprovechando sus curvas, la juventud que se le esparrama, que se le escurre entre sus palmas, bajo su falda... 
Entonces los hombres y las mujeres del público miran a Fátima y Fátima mira a los hombres y a las mujeres quienes al verla tan seria, parecen sentir lastima y deseo de follarsela.

Quizá fue eso, o quizá eso es un invento mío, pero lo que contare ahora es verdad:
Fatima, aunque no sé si se llama Fátima, se levanto de esa silla como embrujada, se emputo, -como llamamos en el Caribe a la gente que se encabrona- y fue entonces cuando se acordó de su abuela: su abuela Arabe, gitana, negra y latina. Su abuela española, romana, rumana y africana. Su abuela que es la abuela de todas las periferias tradicionales. La abuela enraizada con todas las exclusiones. La abuela inmigrante que es la abuela de todas las abuelas de todos los barrios nuevos y los pueblos antiguos. La abuela negra colonizada y quemada por bruja, pagada y pegada por puta, deseada cada noche, infinitamente, por miradas distintas.

Así se levanto Fátima con todas sus fuerzas, con la rabia y el sentimiento de su abuela y de su raza, que son todas las razas mezcladas. Fátima bailaba ahora esa canción con todas las letras, las armas, los rezos, los sueños, las almas.

Y se olvida entonces de su sangre gitana que baila música cristiana para nunca más acordarse que está bailando por 10 euros la hora en un tablao para turistas de Granada. Y entonces ahí sí, así si, las tablas suenan y tiemblan, como cuando tiembla el mundo, mientras baila por bailar sin miedo, como le enseñaron en casa.

Bailar por bailar, para sacar las penas, para secar las lágrimas que se resistieron a salir, para sacar a bailar en su lugar, la vida completa... para dotar de sentido al planeta o al menos al de ella, bailar para honrar y honorar, para brindar por estar bailando consigo misma una noche más. 
Asi fue como Fátima nos enamoro y nunca más se sentó, explicándonos que en su danza impoluta, estaba toda la magia de aquel lugar. 

Y entonces hizo el paso de su tía, la menor, la que decía que el zapateo consistía en escuchar al pie, en hablarle al pie, con los múltiples lenguajes de la columna vertebral.

Y así fue como Fátima recordó a María, la tía a la que pusieron ese nombre para no liarla más y que nunca bailo por plata aunque podría haber sido millonaria de ese modo.

Y de repente Fatima se acordó de Rosario, su otra tía, la que le enseñó a mover las manos con la distincion de los colores de la Molinera...
Recordó entonces de refilón, que ese tablao lleva 15 años recibiendo turistas porque ella no ha fallado nunca. Porque nadie falla cuando se dedica a lo que ama.

"Voy a limpiarme los mocos" fue lo único que se le antojó decir a Fátima antes de bajarse del escenario, "no es fácil bailar hirviendo en fiebre", seria lo que quiso decir, pero las mujeres de su casa insistieron en que más que verse guapa había que verse fuerte, para que los ojos machos que la vean, aunque sean muchos, reconozcan que en el fondo, este mundo no les pertenece.

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