Sin un rasguño

Arturo sabía en el fondo que el país se desmoronaba y daba miedo. Él, como todos los demás, veía por televisión los asaltos guerrilleros a los puestos de policía en caseríos apartados, donde la presencia del Estado se basaba justamente en eso: un puñado de jóvenes uniformados con unas cuantas pistolas. También se enteraba, por supuesto, de las masacres de los paramilitares, pero esas tenían menos repercusión mediática y las atrocidades eran tan salvajes que parecían mentira. No se explicaba además, con ninguna certeza, de quiénes eran las cabezas con las que se jugaba fútbol. Los policías, en cambio, tenían nombre, apellido, y una madre que los lloraba en público. Al verlos muertos o secuetrados, con cadenas en sus tobillos y gargantas, recordaba que también él, de pequeño, jugaba a ser policía. 
Un día, de hecho, en casa de su abuelo, su padre le preguntó qué quería ser cuando fuera grande y él dijo que eso... que policía, su abuelo lo felicitó, su padre casi lo abofetea, su madre se puso a temblar y lo persinó, diciéndole que no volviera repetir, semejante barbaridad.
A pesar de todo, y de ver una y otra vez películas y series en las que el país volaba en mil pedazos por cuenta de los carteles de la droga, la guerra siempre parecía algo lejano. Los noticieros seguían hablando de un conflicto armado en pueblos en los que Arturo nunca había estado, mostrando una patria inmensa y desconocida, que bien podría ser el mundo entero o estar en Marte.
Solo entendió la magnitud del problema cuando por negocios, empezó a viajar a otros países y descubrió los trenes, pero durante aquellos viajes, estaba tan maravillado con la nieve y con la posibilidad que le daba Dios de disfrutarla, que agudizó su incapacidad para descifrar sus propios privilegios y la forma en que estos formaron su caracter. 
Fue así como cada cuatro años, Arturo votó por los mismos con las mismas, -Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe, Uribe, Santos, Zuluaga y Duque- diciendo que a él no le interesaba la política, ni los pobres, ni el medio ambiente, pensando que cambiar las cosas era una amenaza para sí mismo y sus intereses, sin comprender que no hay interés particular que se sostenga sin lo colectivo, negándose durante muchos años mas, la posibilidad de construir oportunidades significativas para las personas que le rodeaban. 
Arturo finalmente murió de viejo, más o menos millonario, sin un rasguño... y solo, porque a sus hijos los contactó un vecino días después de su deceso, por internet, mientras esquiaban en los Alpes. 
Este 17 de Junio yo votaré también por Arturo, aunque él piense, que yo voto contra él.

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