Entrecruzados


Antonio Cervantes “Kid Pambelé” era un negrito buena gente que creció vendiendo cigarrillos de contrabando entre San Basilio de Palenque y el popular barrio de Chambacú, en Cartagena de Indias, (Colombia) hasta que se convirtió en uno de los mas grandes boxeadores de todos los tiempos, peleando 21 combates de título mundial y resultando imbatible durante 8 años. Luego cayó noqueado por las drogas, la fama y los políticos, para convertirse en una caricatura de sí mismo. Dicen, que el dinero y la fama enloquece a cualquiera.

Stephanie la loca, es la menor de las hermanas del príncipe Alberto de Mónaco. Nació en cuna de oro, con la mejor educación pero sin la menor idea de que hacer con su dinero. Quizá por eso en 1986, cuando Pambelé ya había perdido el título, Stephanie se emputó y se dedicó 5 años a producir un álbum musical que no valió verga. Las ventas fueron decepcionantes, con solamente 30.000 copias facturadas en los Estados Unidos. Desesperada, se le ocurrió aliarse con Michael Jackson, y así grabó la canción “In the closet” que puso fin a su carrera como cantante Pop.

Al año siguiente, Stephanie quedó embarazada de su guardaespaldas, al año siguiente volvió a quedar embarazada, al año siguiente se casó y al año siguiente se divorció, tras unas fotos del marido -“pegandole cacho con una pelaita”- como diría Pambelé. Justamente al año siguiente, el 15 de Mayo de 1998, Stephanie tuvo otra hija, con otro guardaepaldas, y cinco meses después, Antonio Cervantes fue incluido en el Salón de la Fama del Boxeo.
El dinero enloquece, dicen por ahí y quizás por eso, en 2002 Stephanie de Mónaco se fue a viajar en un trailer por Europa, con un domador de elefantes. Al año siguiente, se casó con un acróbata Portugués 10 años menor y al año siguiente, en 2004, se separó. El periódico Universal de Cartagena copió la noticia originalmente publicada en el periódico Bild, de Alemania y distribuida al mundo. Kid Pambelé, en medio de una traba, se limpió el culo con todas sus hojas, en una sucia y vieja calle de la ciudad amurallada.


Gutiérrez era el mejor para sus compañeros de clase. Perdía matemática, química, física, filosofía, dibujo técnico y hasta religión, pero cuando estaba en el área chica tenía absoluto control de la esférica. Podía llevarse a tres defensas con un solo movimiento y mientras miraba una esquina, clavar el balón junto al poste contrario.
López creció junto con las crayolas, los lápices de colores y la plastilina que la mamá traía de su trabajo, mientras bailaba escondida con los discos de Héctor Lavoe, que su papá guardaba como tesoros.
Gutiérrez marcó con el Júnior, en 2007, su primer gol en la Liga Profesional del fútbol colombiano. López para ese año, ya era multimillonaria y junto a su esposo, frente a miles de fans, en el cierre de su gira en Miami, declaró que estaba embarazada.
Gutiérrez frente al noticiero del domingo, pensó que la única felicidad superior a marcar un gol con su equipo amado, sería comerse a una morena como esa. Llamó a su novia, fueron a celebrar y meses más tarde, bautizó a su hija: Yeilou.

Yo, el del piso de enfrente


Me hubiese gustado empezar esta historia con una frase honesta y perfecta al mismo tiempo. Una frase imposible, hermosa, cargada de poesía, o de rabia o de melancolía, en cualquier caso una frase a la que nada le sobrara ni le faltara ninguna palabra, ninguna letra, ningún signo. Una frase que te enganchara como alguna vez quisiera engancharte yo, con toda la pasión, con todo el deseo, con todas mis limitaciones. Sería tan potente este primer párrafo, que no solo te obligaría a imaginarme una vez más, sino que además, sentirías que el tiempo nunca ha pasado, que todo fue una escaramuza del reloj y que vale la pena esperar. Sería una frase que te obligara a revisar la editorial que me publica para buscar su página Web, su mail, su teléfono, su dirección, cualquier cosa con tal de localizarme por medio de ellos… o en su defecto, leer todos mis libros, todos mis sueños, todos mis muertos.

-       Eres un absoluto romántico.
-       Pero de los más brutos.
-       De acuerdo – pensó ella, pero no dijo nada.
-       ¿Hay algo de comer en la cocina?
-       Solo aceitunas de las que no te gustan, de las de hueso.
-       En ese caso toca acompañarlas con un ron con coca-cola.
-       Tráeme a mi uno seco, y doble.

Había tomado un bus durante doce horas para recorrer mil doscientos kilómetros y todos los climas posibles. Bordeó el mar, cruzó el río, atravesó la sabana, trepó la cordillera y una vez en la capital, después de esperar más de cuatro horas en el aeropuerto, pilló el avión. Junto a la ventanilla, a su lado izquierdo, lo acompañaba una señora canosa, con unos lentes gruesos y unos brazos de pieles arrugadas que delataban su máximo tesoro; un cúmulo de experiencias entremezcladas, un montón de historias interesantes que tal vez a él y a muchos otros chicos de su edad podrían servir enormemente, pero que nadie estaba dispuesto a preguntarle. La mirada de aquella vieja, perdida entre las nubes, parecía decirle al mundo en voz baja, sin gritos ni reclamos, que su cuerpo en cualquier momento se iría con toda aquella sabiduría que pocos logran valorar.

Supongo, que con este modo tan ridículo y tan trillado con el que finalmente he empezado, no buscarás la editorial, si acaso, como mucho, pondrías mi nombre en el buscador como lo hace todo el mundo y seguramente te saldrían dos o tres idiotas como yo, con mis mismos apellidos, atiborrando la red de pendejadas: fotos de cumpleaños, post en blogs mediocres, artículos científicos, letras de canciones, concursos de poemas, cualquier cosa que estorbe.

Micaela era la menor y cocinaba las mejores pastas. Era difícil saber cómo lo hacía, ya que las pastas no tienen demasiado misterios ni posibilidades. Los espaguetis, macarrones, pennes y raviolis, eran el alimento más común en aquel piso, el plato que podría hacer cualquiera, inclusive él. Las de Micaela sin embargo, eran unas pastas siempre distintas, siempre frescas, siempre al dente, siempre con el toque perfecto de salpimienta y aceite de oliva, siempre bien acompañadas, siempre apetitosas. Micaela, como las pastas, siempre estaba buena.

-       Hace cuánto la conociste?
-       Siento que la conozco de toda la vida, pero que la descubrí hace 10 noches.
-       ¿Cómo que la descubriste?
-       Sí, así, como cuando los escultores del renacimiento sentían que la piedra les hablaba y ellos esculpían para liberar el ser vivo que había dentro.
-       ¿Cuál renacimiento? ¿Me puedes explicar que le pusiste a esas aceitunas?
-       Tienen un hueso que yo no les metí.

Salomé tenía el pelo negro como el petróleo y usaba unos shorts diminutos mientras estaba en casa. Era igual si era verano, otoño o primavera. Tenía de todos los colores. Inclusive en invierno solía ponérselos y se sentaba frente a una estufa portátil. Era como si hubiese necesidad de coquetear con la lavadora, la nevera, el calentador de gas, o los patéticos personajes que veía cada noche en la televisión de 54 pulgadas. Salomé tenía las piernas morenas más hermosas que él había visto jamás. Piernas de tenista, de patinadora, de bailarina, de trapecista, de pescadora, de campesina, de porrista, de enfermera, de africana, de caribeña, de prostituta, de policía, de asesina, de profesora. Él la miraba caminar y aquel diminuto apartamento cambiaba de color, de aroma, de tamaño, Salomé transformaba todo a su paso, hasta que habría la boca.

Entonces él se asomó, miró para ambos lados, las luces del pasillo estaban apagadas, el televisor gigante permanecía mudo. Ajustó la puerta como quien no quiere cerrarla pero quien tampoco quiere abrirla, y volvió a incorporarse a la conversación.

Sería ridículamente divertido, escribir un texto libre, en el que no sintiera miedo de que me leyeras, en el que no pudieras moverme comas, puntos suspensivos y errores ortográficos. Hubiese sido bonito bonito que te encontraras este texto en el piso, mojado por un aguacero, desojado por un arroyo callejero. Me imagino un libro sin carátula, sin nombre y sin mi nombre y sin embargo, un libro que no pudieras soltar, porque te habla al oído, porque te susurra como seguramente te gusta que te susurren, con palabras babosas y gemidos claros. Un libro en el que te descubras bailando, como siempre te imaginé, como te encontré, como me perdí.

-       Yo creo que nosotros, en esta casa, somos un matrimonio, osea esa institución que solo sirve para cuidar el pa-trimonio.
-       Juana, ¿Qué somos nosotros en esta casa? ¿acaso una familia? Tres mujeres y yo, un hombre que a veces duda hasta de su hombría. ¿qué es la hombría? ¿qué es ser hombre?
-       ¿Pues que quieres que te diga yo? Si no se que significa ser mujer, mucho menos hombre. Lo que se es que ustedes tienen dos cabezas y piensan menos… y que voy por otro trago, quieres?

El día que llegó a aquella casa tenía una mano adelante y otra atrás. Quiso ponerse las dos adelante para detener la erección cuando vio a Salomé y a Micaela en la cocina, con esos shorts, tan pequeñitos, tan juntitos, con esas sonrisas de quienes saben que dominan el planeta entero. Tapó el bulto del pantalón con la mochila y entendió que ahí quería vivir para siempre. No pensó en un trío con las dos morenas, pensó en una familia, donde el sexo, como la comida, fuese una necesidad vital para satisfacer. Ellas lo miraron con indiferencia, como miraban al resto de los terrícolas, y se fueron a comer frente al gran televisor.

Si hubiese tenido disciplina para escribir, te habría vuelto loca o me habría vuelto rico, pero no la tengo, aquí estoy, conóceme, soy un mediocre que escribe solo cuando está solo y despechado, cuando se queda sin Internet, cuando hace demasiado frío para salir o cuando lo obligan, ya sea con un resolver en la cabeza o con unas migajas para el bolsillo. Y tú? Dime que decidiste ser trapecista y perteneces a un circo importante con el que viajas por Europa junto a leones, elefantes y payasos y no un simple salvaje que vuela  de palo en palo, meciéndote sobre todos los que te dan la mano.

Las hermanas Reyes estaban tan buenas y tan huecas que confundían. Nadie sabía si estaban muertas cuando de pronto un derroche de lujuria las embriagaba. Los coches, las drogas, los llantos, los penes, los gritos y los golpes eran las únicas cosas que podían mantenerlas distraídas. Él pensó enamorarse de ellas durante la primera noche y al poco tiempo le recordaron el asco que había padecido por culpa de enamoramientos anteriores. Entendió lo absurdo que era perder tiempo mirando unos senos perfectos como los de Micaela y unas piernas sublimes como las de Salomé. Ella por su parte, carcomida por la intriga, ilusionada en el fondo, le preguntó:

-       Micaela o Salomé?
-       Qué pasa con ellas?
-       Cual de las dos es la que te gusta?

Cuando Juana le explicó a sus compañeras de piso, que un primo suyo vendría a quedarse unos días en aquella casa, ninguna de las dos le prestó mucha atención. Seguramente, pensó ella luego, por el modo en que se refirió a él: “Tengo años que no lo veo, al menos 15, crecimos juntos, era una linda persona y ahora anda con una mano adelante y otra atrás”.

-       Claro que no!

Ella se movió evitando que se le viera la alegría, pero luego miró sus ojos grises y no pudo impedirse recordar la infancia compartida frente a aquel muelle desvencijado sobre el mar. Recordó, como lo había hecho durante las últimas 12 noches, aquel momento absurdo en el que con cojines y un pedazo de la cama de la abuela, construían bases de guerra americanas, hasta que una vez, con tal de salvar la historia cinematográfica que habían planteado, se dieron un beso de aproximadamente 4 segundos.

-       Y entonces? – Le preguntó.

Él se detuvo, miró hacia la puerta del balcón y se puso de pie. Se dirigió hasta ahí y la abrió. Juana quedó inmóvil, pegada a la silla, le miró el culo y pensó en que llevaba 12 noches masturbándose con más vergüenza que de costumbre.
Él se asomó y se quedó hipnotizado al ver la casa de enfrente, aquella ventana, aquel chorro de luz en aquella cara, aquel mechón de pelo, aquella mirada incrustada en las hojas, en sus hojas, la poesía estaba en la escena, no en el libreto. Aquella soledad, se convertía en rebeldía por leer a esa hora, con ese frío allí afuera.

No me importa si no te lo encontraste de casualidad, si me ha tocado marcarlo, con el numero de tu puerta, sin tu nombre, después de tantas dudas. Siento, en todo caso, que algún día tenía que hacerlo, en este momento, podrás asomarte como casi siempre y, aunque no esté frente a tu ventana, leerás este párrafo y sentirás mi presencia enfrente tuyo, através de la mañana, de la bruma de la calle hasta llegar a mi balcón… y entonces, soñarás conmigo, como yo te he soñado tantas veces y espero seguir haciéndolo, sin miedo a tenerte ni a perderte, mientras yo sueño que caminamos agarrados de la mano, por las calles de esta gran ciudad, de la ilusión.