Siempre nos quedará París



Todo aquel que no ha estado en París, se la puede imaginar. Mil veces contada, fotografiada, dibujada. Imposible no tener una idea de la ciudad luz, aunque sea efímera, aunque sea fugaz, aunque sea mentira.

París ha sido millones de veces habitada, visitada, caminada, vivida y ahora era yo quien estaba ahí, bajándome en el Charles de Gaulle, un imponente lugar de paso con vuelos directos a todo el planeta. Ahí estaba yo, sujeto a un maletín con poca ropa, a una mochila Wayúu con dos cámaras, y a la mano de ella, mi Esperanza.

Bandas trasportadoras me llevaron al carril del RER –los ferrocarriles de la ciudad- y desde ahí, a pesar de la neblina, imaginé miles de historias a través de la ventana antes de llegar a mi destino.

Una vez fuera de la estación Mercadet-Poissoinièrs sentí el frío penetrante en los huesos y una lluvia pendeja que junto al tráfico cotidiano me hizo sentir en Bogotá. Sin embargo había algo distinto entre la capital colombiana y París: esta ciudad estaba llena negros. No se trataba de mestizos, ni de mulatos, si no de verdaderos negros y negras de sangre africana. Eran abuelos, mujeres, hombres y niños de labios gruesos, músculos firmes y pelo apretado hablando francés, entonces mi mente se deslizó atravesando cordilleras para situarse en el pacífico colombiano y reconfirmar lleno tristeza que después de tanto sufrimiento, al menos estos parecen haber conseguido nuevas opciones.

Luego de atravesar varias calles enchumbadas por la incesante lluvia encontramos el hostal que había reservado semanas antes. Cuando la puerta de colores vivos se abrió, la recepcionista nos sonrió y mi novia, con su elegante pero poco practicado francés se dispuso a pedir la habitación. Luego de intercambiar palabras que no entendí me insinuó que nos dispusiéramos a pagar y yo con mi poco elegante pero muy practicado español, respondí: -“Nojoda! Que paguemos todas las noches sin ver la habitación? ¿Y si es una mierda y nos toca comérnosla con palitos?”-
-“Pues nos la comemos”- respondió, -“o tu vas a salir ahora a buscar hostal con esta lluvia?”- Miré por la ventana, eran las 3 de la tarde y no había sol, -“bienvenido a París”- pensé sin decir nada. De pronto, la chica recepcionista desenvolvió nuevamente su sonrisa y dijo en un castellano con claro acento catalán: -“no hay problema chicos, podéis irme pagando cada noche…”-


-“Sagrado Corazón de Jesús…”- decía el Hermano Ángel cada mañana en el patio del colegio. No era hermano de nadie y mucho menos un ángel pero todos nosotros, mas de mil jóvenes uniformados contestábamos al unísono y con el puño derecho en el pecho: -“en-voz-con-fío”- como si nos preparáramos para una nueva guerra santa.

Ahora eran esas imágenes las que desfilaban por mi mente mientras me abrigaba la cúpula de la Basílica del Sacré-Cœur, construida entre 1875 y 1914. –“esto es un museo, pero temático”- afirmo Jess. –“Es arte y es roca, Dios tiene que ser otra cosa”- afirme yo y salimos a ver París desde lo alto de la colina Montmartre, donde está ubicado el templo.

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Perderse en París puede no ser tan divertido como en otras ciudades europeas. Puede llevarte a sitios aburridos, hostiles y peligrosos. Metros viejos y repletos de gente que no habla, restaurantes con sillas pequeñas y previsiblemente incómodas donde el café más pequeño vale 11.700 pesos colombianos. Rincones oscuros con caras tristes y ratas gordas que se enfrentaban con la ciudad idílica preconcebida. ¿Qué si me sentí bien el primer día en París? –Claro! no solo destruí algunos paradigmas, además conocí la archifamosa Torre Eiffel.


Desde lejos y entre las brumas se asomó como un espejismo, como mentira. No es fácil de describir aquella belleza rústica: a veces tan pesada y a veces tan ligera. Frente a ella, entiendes por qué los artistas de la época la calificaban como un monstruo de hierro y le crees a Wikipedia cuando te dice que en 2007 fue el monumento del mundo más concurrido, con 6.893.000 visitas. Ya bajo su falda, me preguntaba cómo narrarla de manera distinta o al menos propia, cómo fotografiarla, como registrarla a mi modo, aunque ya se hubiese abordado cientos de millones de veces. ¿Cómo dejar constancia de que ahí estuve? como si eso a alguien, realmente le importara.
Justo en ese momento y en ese lugar donde tantos se han jurado amor eterno, Jess me mandó, -como dirían en España- ¡a tomar por culo! Pues justo cuando se iluminó completamente –efecto que dura cinco minutos cada hora- me concentré más en la torre y mis imágenes que en ella y su mirada…

Esperamos entonces, una hora para volver a ver las luces disfrutando, como normalmente lo hacen ahí los humanos… solamente del amor.

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Amaneció sábado.
Todos pensarán que está prohibido perder tiempo si solo tienes cuatro días en París. Yo pienso que dormir abrazado a la mujer que amas en París, nunca es perder el tiempo.

Comimos el romántico plato de espaguetis congelados gracias al microondas del hostal, con el ineludible objetivo de cuidar las finanzas, luego sí, salimos a recorrer la ciudad.

El pulpo de mil tentáculos que recorre el subsuelo nos dejó en la pequeña isla de la Cité, que está rodeada por las aguas del río Sena. Una vez en aquel hermoso lugar, caminamos por la rivera y disfrutamos de la plaza con palomas frente a Notre Dame que me recordó a su tocaya cachaca, Nuestra Señora de Lourdes.


Entonces, ahora sí, la París que vivía compaginaba más que nunca con la París soñada y Esperanza y yo nos perdimos entre calles repletas de galerías de arte y niños jugando fútbol para camuflarnos entre nuestros propios besos, sonrisas y esa placentera sensación de que todo es posible. Luego caminamos hasta los jardines de Luxemburgo pero ya habían cerrado, así que más tarde, nos encontrábamos frente a la imponente alcaldía y entramos al Palais Royal, un lugar de un silencio y una belleza sobrecogedora. Decidí no pensar en cómo fue construido y cuánta ambición se necesitó para hacerlo. Quise olvidarme de cuanto poder y cuanto sacrificio intentaban ocultar aquellas piedras perfectamente pulidas e iluminadas y me consagré al momento, a la compañía, a la vida. Lo diré rápido, pero lo disfruté al máximo, volando en nubes imaginarias, flotando en la dicha del momento atravesé el Musée du Louvre, -por la superficie, por supuesto- el museo más visitado del mundo que contiene alrededor de 300.000 piezas, de las que solo 35.000 están expuestas. Así, después de caminar los Jardins des Tuileries recorrimos, durante una hora, la Avenue des Champs-Élysées para confirmar lo que ya había advertido Jess: que no tiene nada que envidiarle al Passeig de Gràcia de Barcelona. Al final, frente al Arc de Triomphe, nos comimos un extraño crêpe de chocolate con banano y coco –cualquier parecido con la búsqueda de los sabores del trópico, es pura coincidencia-.


Como si el día fuese infinito, terminamos en un bonito bar con pantalla gigante que proyectaba clásicos del cine francés, junto a una catalana y tres cachacos hablando de todo un poco y tomando cerveza.
Que se me cayera el barril de birra encima no solo motivó los aplausos de todos los presentes sino que evidenció el cansancio. A las 3 de la mañana, Zoraya, la prima de Jess y quien nos había llevado al bar, nos acompañó a tomar el bus que nos regresó Le montclair montmarte hostel donde el nuevo recepcionista tenía una pulsera sospechosa en la muñeca izquierda, y un acento paisa en el francés que lo delataba.
-París no es de nadie”- pensé mientras subía las escaleras de madera hasta la habitación 509.

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El domingo, cuando mejoró el clima definitivamente y cuando concluí que la capital francesa es un lugar para visitar mil veces pero en el que no quisiera vivir, entramos al Pompidou. Más que museo, se trata de un centro de la cultura contemporánea, una obra de arte en sí misma, una trasgresión de hace más de 30 años a todo concepto previo de arquitectura, un sueño realizado por sus jóvenes creativos y un espectáculo lúdico por recorrer.


Tres horas más tarde, con muchas obras aún por ver y disfrutar, salimos para escuchar a tres italianos que en el medio de la plaza tocaban con una guitarra, un darbuka y un violín, canciones de distintos idiomas y ahí los dos, como hace un año cuando nos conocimos, unimos nuestras manos, nuestros cuerpos y bailamos, juntos, muy juntitos, una triste canción tradicional cubana, mientras París se dedicaba a contemplarnos.

Volver a la Torre Eiffiel era justo y necesario. Ya no era un encuentro cauteloso y prevenido, tímido o deslumbrante. El de ahora, era un encuentro frentero, decidido, con el cielo despejado para subir por medio de un beso al último piso, 330 metros más lejos del suelo y de la realidad. Ver la vida desde la cima de la Torre Eiffel, es ver la vida corriendo aún más rápido y el corazón latiendo más lento. Desde ahí, la felicidad vuelve a parecerse a esa mariposa tras la que corres todo el tiempo y que solo se posa sobre tu hombro por un instante, cuando te quedas quieto.


Desde la cima de esa torre podrías sentirte muy grande o muy chico, el Leonardo di Caprio del Titanic o el turista número 6.893.001. Yo no sentí ni lo uno ni lo otro, sentí que París no es ni la última ni la primera ciudad del planeta, ni el lugar más romántico, ni el más bello, ni el más triste ni el más feo, sentí que París no era ni blanco ni negro, sentí que tiene tantos colores como los de sus luces desde lo alto y tantas posibilidades de ser contada como tantas vivencias de sus habitantes. Que el romanticismo se resiste en los ojos de quien respetas, cuidas y toleras mientras que las fronteras del paraíso, son nuestra propia piel.

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Tal como acordamos el día anterior, esa noche la pasamos en el piso de Zoraya.
En Paris, se le llama piso a un cuarto de 10 metros cuadrados donde además de una cama, un escritorio y un closet, caben, inexplicablemente, un par de armarios empotrados que contienen en su interior una ducha, un lavamanos y una cocineta integral con estufa eléctrica, nevera y lavaplatos.

¿Qué si la gente de París no tiene necesidades fisiológicas? –Pues sí que las tiene, sales de la habitación y a 20 metros del lugar, luego de subir unas antiguas escaleras, entras a un pequeño depósito donde tendrás que mover las maletas o algún otro traste viejo, para sentarte en el inodoro.

¿Qué cuánto cuesta el alquiler de ese piso en París? –Pues 500 euros, más de tres salarios mínimos colombianos, cada mes.

El lunes el sol por fin salió con ganas, pero nuestro avión saldría al medio día.

Nada que hacer, últimamente los lunes son así, nuevamente se esmierdó la bolsa de Nueva York, la de Tokio y la de Londres, pero a nosotros siempre nos quedará París, un año de ganancias, en las acciones de este amor.