Guatanamera, esa era la marca de la caja de cigarros que Juana me
trajo de su viaje anterior a la Habana.
-“¡Qué regalo más extraño!”- Pensé mientras
desenvolvía el papel de la caja perfectamente envuelta.
-“¿Tú regalándome cigarrillos?”- Usmié la respuesta en
la profundidad de sus ojos azules, pero solo me encontré con una absurda pregunta
de vuelta.
-“Sabes cómo llamó Colón a la quinta isla que pisó en
el Caribe?”-
-“Ni puta idea”-
-“Juana, como yo.”- me dijo con la voz muy bajita.
Se calcula que los
primeros cultivos debieron tener lugar entre cinco mil y tres mil años antes de
Cristo, así que cuando Cristobal llegó a aquellas islas, ya los cultivos de
tabaco estaban extendidos por toda la América.
Me fumé entonces, un cigarro cada domingo, siempre a
las siete de la mañana, y nunca fue un sacrificio. Me preparaba un café bien
cargado, encendía el ordenador, y luego de leer en la prensa cómo se desmoronaba
el mundo, me obligaba a escribir entre siete y diez páginas de literatura,
quizás con la esperanza de que con esto, al menos mi mundo se mantuviera en
pie.
Cada bocanada de humo la experimentaba como si fuera
la última, la disfrutaba releyendo lo escrito o imaginando aquellas tierras
verdes cerca de playas vírgenes, donde los indios Taínos no solo cultivaban
para fumar sino también para soplarlo sobre el rostro de guerreros antes de la
lucha, esparcirlo en campos antes de sembrar, ofrecerlo a los dioses, o
derramarlo sobre las mujeres antes de una relación sexual.
Juana volvió a Cuba el domingo de mi cigarrillo número
diesciocho, lo del Congreso de meses atrás ya no podía ser, así que me explicó
que su viaje era gracias a una invitación de la Escuela Latinoamericana de
Medicina, interesada en que publicara con
ellos, un artículo comparativo entre la educación en medicina en Catalunña y en
la isla.
Dos semanas después, cuando volvió a nuestra casa en
Barcelona, sus ojos azules tenían un brillo distinto. Guardé el cigarrillo
número 20 de un modo instintivo, como si no fuera el momento… como si hubiese
algo que esperar.
Anoche no me aguanté, después de tres días sin que me
contestara el teléfono, llegué a su casa como poseído, la besé en la boca y la
tiré en la cama. Ella no puso ningún tipo de resistencia, tampoco había deseo en su
expresión.
Entré en su cuerpo con miedo, rabia y afán.
-“Me encanta hacer el amor contigo”- le dije.
-“Follar, querrás decir”- me sentenció.
-“¡Voy a acabar yaaaa!”- le grité entre gemidos, a lo
que Juana a pesar de morderse los labios y empujar la pared como si fuera a
tumbarla, me respondió:
-“Ya era hora porque esto hace tiempo, que se acabó.”-
Barcelona,
domingo, doce de la noche, cigarrillo veinte, creo que va siendo hora de
ponerse a escrbir en serio.
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