Bogota huele a mierda. Entenderemos por mierda un
inclasificable cúmulo de olores mezclados: huele al óxido del hierro retorcido
de los puentes peatonales que nadie quiere usar, al humo de los buses
destartalados que tendrían que desaparecer, al asfalto permanentemente húmedo
por una lluvia que no cesa de caer. Huele, como si fuera poco, a orines de
perros, a pintura de aerosol, a chorizo, arepa, mazorca, a obleas con Arequipe
y a muertos. Si, todo revuelto y al mismo tiempo.
Llegamos al aeropuerto El Dorado en el vuelo AV547 luego de
once horas. Entonces, sin siquiera haber salido del avión, Pau me dijo con esa
insoportable soberbia de los intelectuales del norte y un aparatoso y arrítmico
movimiento de cadera y manos: -"Ahora sí vamos a ver, a qué huele
Bogotá?"-
La sabana de Bogotá es otra cosa, a pesar de la burbuja
inmobiliaria que amenaza con devorarla, aún huele a humedales y a rosas, a pino
del más verde, a roble, a cilantro, a fresas con crema, a alcaparra, albahaca,
tomillo y eucalipto, sobre todo a eucalipto.
Una vez en casa de mi padre, invitamos a Pau a comer a
"El mejor ajiaco del mundo". Así se llamaba el restaurante que estaba
rodeado por otros muchos de comida típica, imposibles de diferenciar. Estuvimos
ahí bebiendo cervezas hasta que cayó la noche y nos fuimos a buscar música en
el mejor sitio de la ciudad.
Quiebracanto el mítico
bar salsero estaba a reventar pero el reventado era yo, mientras mi amigo
catalán, a pesar de su incapacidad para coordinar cuatro compases musicales, había
captado la mirada de una diosa de ébano, una negra de pelo alborotado y caderas
endemoniadas. De repente los ojos de ambos se engancharon como imanes. Cabizbajo,
meditabundo y cansado ya de Bogotá sin llevar 24 horas en ella, decidí tomar un
taxi con el rabo entre las piernas, nunca mejor dicho.
A media noche, con cuatros copas de whisky y el ahogo por
los 2600 metros sobre el nivel del mar, entré a la habitación de mi padre y me
acosté a su lado como no había hecho desde hacía al menos 20 años. Entonces,
una extraña sensación se apoderó de todos mis sentidos. Era como una fiebre a
la inversa, no un escalofrío, era un frío que entraba por mi nariz y por mis
poros. Sentía que en cualquier momento empezaría a levitar, cada vez más aire,
cada vez más fuerte y gélido, no terminaba de saber si la sensación era
agradable o no, empecé a preocuparme seriamente, podría ser que alguien hubiese
puesto algo en mi copa. Al verme con un extranjero, todo era posible,
"¡Maldita Bogotá!"
Imaginé a Pau secuestrado, asesinado, incluso violado. Tenía
taquicardia, no podía cerrar los ojos, tampoco había a dónde llamarlo. -“Es un
tipo adulto, viajado, sabrá defenderse”- me decía sin estar convencido, mirando
el techo de la habitación, el cual parecía contraerse y expandirse al ritmo de
los ronquidos de mi papá en la misma cama doble. Era una de las sensaciones más
raras que había experimentado, no parecía una droga convencional, era como
sentir Vick Vaporu en la nariz y cinco pastillas de Halls en la boca, todo al
mismo tiempo, pero sin ninguna explicación.
A las siete de la mañana cerré los ojos rogándole al demonio
que Pau apareciera con vida. A las doce del medio día, cuando salí de la
habitación, ya había aparecido, estaba comiendo y charlando con mi padre, quien
le contaba sobre su relajante favorito: una esencia de eucalipto que pone cada
noche para dormir, que “le abre los
pulmones”- decía mi viejo, y le recuerda la Bogotá de antaño.
-“Ahora si sabes a qué
huele Bogotá, cabrón?”- le pregunté sin mirar a nadie.
-“Sí claro, a negra en
primavera”- me respondió el desgraciado.
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