Sous le ciel de París, no hay nada oculto.


Llegamos a la estación de Porte de Maillot al medio día y estaba a reventar. Compramos los billetes de metro en su subsuelo, en medio de un extraño juego de policías y ladrones. Los primeros se hacían los que miraban, los que perseguían, los que buscaban y podían poner preso a los segundos. Los segundos jugaban a no hacer nada, jugaban a ayudar a la gente, a hacer encuestas, a pedir ayuda. Los primeros siempre han sido expertos en ver lo que les conviene, los segundos en no verlo. Esta vez los segundos no eran políticos, ni tenían corbata ni cuello blanco, eran gente humilde y avispada. Unos entraban y otros se iban, era un juego sin gracia, un no tocarse, un mantener el status-quo. Tal vez a veces, sea lo mejor: hacer como que no miramos, como que no nos enteramos de la verdad.


Cuando salimos del metro estábamos en el Arco del Triunfo, el arco que mandó a construir Napoleon Bonaparte para recibir a su ejército de invasores. De Napoleón se dice, es tatarabuelo de Chaparrón, el loquito mexicano. Según Eduardo Galeano, un loquito uruguayo, Napoleon fue un tipo de esos de los que los diarios oficiales hablan mal para luego hablar bien. El diario Le Moniteur Universel dijo en su momento que era extranjero fuera de la ley, usurpador, traidor, plaga, jefe de bandoleros, enemigo de Francia y años más tarde, convertido en emperador, dijo que su entrada en la capital había provocado una explosión súbita y unánime, en la que todo el mundo se abraza y en todos los ojos había lágrimas de alegría.

Sandra, estudia un doctorado en Ciencias Políticas en París, pero nació y creció en un barrio de invasores muy distintos, en Ciudad Bolivar, Bogotá. Nos acompañó y nos llevó hasta el famoso obelisco de la Plaza de la Concordia, del que las buenas lenguas dicen que fue un regalo de Egipto para Francia y las malas, que Francia más bien, se lo robó. “Ustedes verán con que versión se quedan” dijo Sandra con una sonrisa irónica y yo pensé que tal vez, la verdad es una construcción social, cultural y personal a veces necesaria y a veces devastadora.

Caminamos por Montmartre, el barrio de Amelie, hasta llegar a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Así se llamaba también mi colegio, una distinguida institución educativa de curas españoles que saboteaban los contadores eléctricos, para no pagar el agua y la luz que consumían. Así son las cosas en el país del Sagrado Corazón, así le dicen a Colombia, por rezandera y absurda.

Le pregunté a los parisinos y parisinas que conocí esa noche una pregunta también absurda, pero además cliché, cursi y ridícula, como cuando me preguntan a mi si en mi país todos metemos cocaína. Les pregunté si se consideran románticos, si esta ciudad era un romance permanente. No respondieron nada interesante. Dijeron que París era una urbe llena de solitarios, una ciudad sin encuentros, sin roce, con cada uno en su celular, como todas las grandes ciudades del mundo: ¡Vamos, una mierda de ciudad!

Al día siguiente Contance, mi anfitriona, quizá preocupada por los comentarios de sus amigos, me llevó por barrios y rincones que hacen que París valga la pena, calles tatuadas de colores que te hacen sentir en Lisboa, barrios diminutos y silenciosos que huelen a la sabana de Bogotá, con calles empedradas en las que se escuchan pajaritos cantar. Parques, canales, jardines y restaurantes, como una película de Woody Allen.

Como dijo Claudia, mi compañera oficial en este viaje, (y una vieja amiga de este blog) París desde abajo da tortícolis, ciudad museo, divina por fuera, de la que es preferible no saberlo todo. Y es que París te habla todo el tiempo, ciudad de guerras y de pestes, pero también de resistencias, de musas y de sueños. Ciudad de ilustrados, de faranduleros, de científicos y de artistas. Lo mejor y lo peor del mundo entero, tal vez ya ha pasado por París. Desde arriba París también es bonita e impactante, una sotea es el lugar perfecto para una boda portuguesa, a la que nos colamos por unos minutos. Desde dónde sea, París es majestuosa y escucharla con la voz de Zaz, un regalo para el espíritu.

No obstante, la verdad, es que lo mejor de París me lo encontré en una calle cualquiera. Caminábamos Constance y yo como lo que somos, una europea enamorada de Latinoamérica aunque la entienda poco y un latinoaméricano con casi 10 años vivendo en Europa, aunque aún no entienda nada. De repente, una escandalosa muchedumbre se atravesó en nuestro camino. Una manifestación pública un domingo, no tendría nada de raro en París, donde desde aquel Mayo del 68, hay una huelga un día sí y el otro también. París cree que le enseñó al mundo a protestar, pero esta huelga parecía distinta, tenía más ritmo, más swing.

Efectivamente, habían tambores y cantos, músculos y saltos. Unas 60 personas rodeaban con cámaras y sonrisas a un grupo de negros que envueltos en unas especies de kimonos naranja golpeaban enormes tambores con fuerza. Los tambores macizos de cuero apretado, eran tan grandes como un árbol de 100 años, y quizá ciertamente, se tratara de árboles reales, porque hay algo en esa música que no es civilizado.

En los conservatorios de Francia sabrán de notas y de acordes, de partituras y de métrica, pero la verdad, mi verdad, es que ese tambor hablaba de otra vaina, me conectaba con otra cosa, como si hubiera otro mundo allá afuera, más allá de París. Otra tierra debajo de tanto cemento, un alma de verdad, debajo de tanta ropa de marca. Ahí estaban mis pies moviéndose solos, cantando aquella lengua desconocida, como si la conociera desde siempre. Ahí estaban esos africanos de Burundi, en una calle cualquiera de París, y aunque reían y bailaban, tal vez sí que estaban protestando. En esos días, el 13 de Mayo de 2015, un golpe militar volvió a sacudir su pequeño país, uno de los más pobres del mundo, una tierra que a nadie le importa. Un lugar que antes de la primera Guerra Mundial, fue invadido por Belgas, Alemanes y otros civilizados parecidos. Una patria chiquita llena de cobalto y cobre, de azucar, café y hambre.

Hay verdades que no hace falta conocer bajo el cielo de París, pensé después que dejaron de tocar. La única forma de aguantar tanto golpe y tanto salto, con la pata pelada, lo pienso ahora, es construyendo tu versión de los hechos, tu verdad verdadera, tu propio tambor, para golpearlo con fuerza... y abrazarlo siempre.

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