Viaje a Tailandia, al ojo del huracán.

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En Barranquilla se come así.
No es lo mismo ir a Bangkok que viajar por Europa o Latinoamérica. Asia es otra cosa. Se entiende pronto, desde la escala en Qatar. En aquel aeropuerto financiado con petrodólares, lleno de lujos y mujeres con burkas completos, buscamos un restaurante que no fuera Mc Donalds para comer kibbe, tahine, tabulleh, hojitas de parra… esa comida que siempre acompañó bautizos, comuniones, quinceañeros y matrimonios de la gente de bien de Barranquilla. La gente de bien de Barranquilla por lo general no son terroristas, más bien hijos e hijas de libaneses que emigraron buscando un mejor futuro, a los que los locales llamaron turcos… y encontraron en el calor del Caribe colombiano, el papayaso para salir adelante con sus comercios.

Bangkok no tiene sueño.
Nos dimos cuenta que estábamos en un lugar distinto cuando al subirnos al taxi el chofer se sentaba a la derecha, como en Londres, pero no hablaba una sola palabra en inglés. Cómo no sabíamos donde debíamos ir, le explicamos que teníamos 300 barras Tailandesas, llamadas Baths, y que con ellas nos llevara hasta donde se pudiera. En España, a las barras les pueden llamar pavos, en el caribe colombiano: lucas. 1.000 barras Tailandesas son más o menos 30 dólares. La recepcionista del hotel tampoco hablaba inglés, así que luego de un breve descanso, tomamos un barco con más pinta de patera que de góndola, rumbo al centro de la ciudad. Bangkok es una selva de cemento, como dice la canción, pero aquí la salsa que suena es agridulce. Es como una gran ciudad sudaca pero con muchos más años de historia: más desordenada, mas contaminada, con parecidos sabores, con distintos sonidos, una ciudad sobre otra ciudad, pero no al estilo de Roma. Una ciudad junto a varias ciudades, pero no al estilo de New York. Bangkok es como un sancocho caliente y muy picante, sin yuca, sin papa, sin maíz, pero con todo lo demás. Ciudad taoísta, cristiana, budista, musulmana y morbosa, con mucha prisa y muchas sonrisas. Una ciudad donde caben todas y donde pocos duermen. En la calle se puede comprar a las 3 de la mañana, por unos cuantos dólares, la camiseta que Falcao usa en el Manchester United, junto con una picada de insectos fritos, un donut de arequipe y un tequila. Nosotros preferimos lo último, que nos tomamos como Dios manda: con sal y limón, debajo de un puente cualquiera, rodeados por algunas prostitutas, mientras una periodista española nos explicaba la reciente dictadura militar que dirige este hermoso país y porque no volvería al suyo, ni loca!

Marc y Hazam.
El primero nació en Estados Unidos y el segundo en la China. Sus respectivos gobiernos son  amigos solo cuando les conviene, pero ellos, desde que se conocieron, supieron que podrían ser algo más. Tal vez por eso, buscaron tierra neutra en Hong-Kong. En su habitación de Bangkok, a donde viajan una vez al mes, tienen un precioso cuadro colgado en el que un gran amigo les retrató con cara de niños, como si se conocieran desde siempre. Eso mismo decía el cantante tropical más importante de Colombia, que los grandes amores se conocen desde antes y lo único que hacen, es encontrarse. Estos dos viven juntos hace más de 10 años, aunque a la familia china no le hizo ninguna gracia que su segundo hijo varón, al igual que el primero, resultara también maricón… poniendo en grave riesgo la descendencia del apellido. Para el padre de Marc, crecido en Utah, tampoco resultó divertido el asunto, pero eso por lo general es así. El amor en pareja solo tiene gracia para la pareja en cuestión. Ahora el abuelo gringo también vive en Tailandia, rodeado de masajistas, pollo picante y gente que se ríe sin explicación. Dejó todo a los 75 años para viajar del centro de los Estados Unidos a sudeste asiático, pero la persona realmente importante de esta peculiar familia llegó justo cuando nosotros nos fuimos: una niña concebida con los óvulos de una polaca que conocieron por internet y que por una buena suma de dinero entregó sus genes europeos para que una chica tailandesa, gestara la criatura. Los espermatozoides los puso el chino, para conservar los apellidos y contentar a la familia. El amor y el cuidado, que es lo único que importa, lo tendrán que poner… todos los demás.

Pum Pam Chow, o Ping Pong Show, como le dicen algunos.
Incluso los amigos gays de Marc y Hazam, nos dijeron que si estábamos pocos días en Bangkok, había que ir a verlo. Llegamos en taxi y llovía agua helada aunque había hecho calor todo el día. Entre el ruido de los carros, las luces de las tiendas, las carpas de mercadillos y el no saber qué hacer, le hicimos caso al primer tipo que nos apareció y nos juró, en un inglés más hablado, que era un show de lujo, una cosa nunca antes vista, -esto último fue cierto- y que la entrada sería gratis, de lo que no habló fue de la salida. Nos subió por unas escaleras húmedas y oscuras encerradas entre dos paredes altas como si de dos piernas se tratara. Entramos al puticlub algo asustados. Era un sitio de mala muerte, nada atractivo. Habían unas mesas vacías y una tarima redonda con criaturas en vestido de baño que se movían sin ganas. La música iba por un lado y ellas por otro. Un par de tipos arrugados observaban sin mediar palabra. Los vestidos de baño se notaban baratos. Las tetas más bien caídas, piernas, caras, culos bastante normales, nada que espante, nada que asombre. Mujeres todas, mujeres reales, mujeres normales, víctimas de un sistema del que hemos sido todos cómplices, víctimas de nuestra curiosidad y de la de muchos otros. Ahí estaban, bailándose las oportunidades. Ahí estábamos, aburridos con la idea, intentando encontrarle la gracia: nos miramos y nos advertimos, repitiendo: -“Una cerveza y nos vamos”-
A los pocos segundos nos asaltaron las chicas en la mesa, no vinieron solas, en sus manos traían vasos con algún licor negro que ahora que lo pienso, debía ser simple coca-cola. Nos preguntaron el nombre en intentaron acariciarnos, no les dejamos y nos acomodamos en nuestras sillas para ver show mundialmente famoso.
Intento resumir: una mujer se abre de piernas, rueda su vestido de baño y muestra su vagina al público. Entonces, pone un cigarrillo, lo enciende y aspira. Así tal cual, y expulsa el humo desde sus labios inferiores, ante la mirada incrédula primero y el aplauso sincero después, del distinguido e internacional público. -“¿qué tan dañino será?”- nos preguntamos. -“¿Alguien se entusiasma a darle un besito?” -Bromeamos- -“Debe tener mal aliento”- Nos respondimos. -“¿Se llamará aliento?” - Nos corchamos.
Sin aliento nos quedamos luego, cuando las damas colocan unos globos en el techo y se introducen un delgado tubo en la vagina. Del tubo, sale disparado un dardo con la fuerza de un cohete espacial, gracias a un extraño movimiento de la pelvis, reventando uno de los globos que se encuentran a por lo menos tres metros.
Nuestra cerveza se acababa y las chicas habían dejado sus vasos con el supuesto licor oscuro en nuestra mesa. Ya venía el gran espectáculo de la noche, el más famosos de todos, ese en el que las chicas introducen en su cuerpo bolas de ping pong y juegan entre ellas.
En ese momento algo pasó: la matrona, la dueña del local o al menos la gerente, la madre de las chicas o la dueña de sus cuerpos nos llamó a su mesa y nos entregó la cuenta: unos 1500 baths!Nos cobraba: 3 cervezas, 2 shows, los licores que supuestamente habíamos invitado a las chicas, más la entrada y las propinas. ¡Bingo! Estafados por idiotas en Thailandia. Quisimos reclamar, incluso mostrar nuestra indignación, llegamos a negarnos y a alzar la voz, pero a los pocos segundos aparecieron dos individuos con cara de tener pocos amigos y muchas horas de entrenamiento en Muay Thai. Si no saben lo que es, pueden volver a ver Kickboxer, aquella película ridícula, de sábado por la tarde que todos vimos, en la que Jean Claude Van Dame reventaba con patadas y puños de vidrio a un calvo con cola de caballo.
Así es, perdimos 120 dólares en media hora del peor show porno de la historia y fuimos a comer con rabia en el primer restaurante mexicano que se nos apareció.

La casa de Budha.
El Gran Palacio tiene 218.400 m2  y entre 1782 y 1925 fue la casa de los Reyes de Thailandia. Aún sigue siendo usado para algunos actos de la realeza, aunque básicamente en la actualidad es un lugar turístico. Nos advirtieron que no hiciéramos caso si al intentar entrar alguien nos dijera que está cerrado, porque lo usan a veces como excusa para enredar a la gente e intentar venderles alguna cosa más. Como la gracia de este viaje era reconocer lo estúpidos que podemos llegar a ser, caímos en la trampa a pesar de la advertencia y terminamos dando un paseo en Tuc-Tuc, el moto-taxi tailandés que por un par de dólares te lleva de un lugar a otro. Nos pasearon gratis por joyerías, sastrerías y almacenes de alfombras hasta que nos enojamos y exigimos que nos volvieran a la puerta del monumento.
Es difícil resumirlo y explicarlo, pero la combinación de piedra, oro, cerámica, baldosa, con guerreros de 5 metros de altura, es increíble. A pesar de la cantidad de turistas en los templos se puede contemplar paz o al menos serenidad. La belleza arquitectónica es impresionante y la disposición de los elementos siempre apuntando hacia el cielo, te recuerda que debe haber algo más sobre nosotros. Al menos eso sentí yo en aquel momento. En cualquier caso, la idea de entrar a un sitio sagrado, en el que te descalzas y te sientas en el suelo para meditar ante un personaje bañado en oro, más pequeño que tú, que se sienta como tú, me parece más bonito que hacerlo frente a un tipo más alto, sin camisa, chorreando sangre desde la frente y con las manos y los pies clavados a una madera en forma de cruz. 

El gran mercado.
Animalitos de cristal, gusanos cocidos, cucarachas asadas, pescados de todos los tamaños, plantas de todos los colores. Artículos para las habitaciones, para los baños, para los carros, para las oficinas. Ropa de todos los estilos. Comida un poco picante, algo picante, picante y muy picante. Camarones y plátanos deshidratados. Cerámica, zapatos, tela, quesos, inciensos, tapetes, cortinas, libros y libretas, discos de vinilo y cintas de enmascarar. Mascotas como perros, gatos, conejos, tortugas. Estatuas de Budha de diversos materiales, formas y dimensiones. Jugos de distintas frutas junto a madera tallada, maletas, medias, pantaloncillos, obras de arte, lámparas de papel. Es el mercado más grande de la ciudad, del país y seguramente uno de los más grandes del mundo. Entramos a las 10 de la mañana y salimos a las 630 de la tarde. Como nosotros, más de 200 mil personas lo visitan cada día del fin de semana, que es cuando está abierto.
Para llegar a él, le intentamos repetir al taxista el nombre que nos habían dicho, pero era imposible recordarlo con exactitud. -“Ah, Chakutchac!”- Dijo. 
En la noche, mientras contábamos la anécdota con unas cervezas buscamos en Spotify, aquella canción que en mi infancia me enseñaron los programadores de Emisora Atlántico:
-“Si me preguntan el ritmo que tu bailas yo le contesto latinoamericano… Cha cun cha el ritmo que se baila, cha cun cha el ritmo que se goza, cha cun cha viene de la Arenosa, cha cun cha… el ritmo que se goza cha cun cha, el ritmo que se baila cha cun cha, el ritmo que se goza Cha cun cha el ritmo que se baila… cha cun cha el ritmo que se goza, cha cun cha, viene de la Arenosa cha cun cha… el ritmo que se goza… Cha Cun Cha…”-

La inolvidable selva de Chiang Mai.
Estuvimos a punto de perder el avión porque habíamos ido a tomarlo al aeropuerto que no era. Eso pasa cuando la comunicación con el taxista es compleja, la ciudad es grande y tú eres un idiota. 
Nos hablaron de elefantes, de ríos y de caminatas por la selva, pero no sabíamos exactamente a qué se referían. Ha sido sin duda, uno de los espacios naturales más impactantes y hermosos de los que haya visitado. La naturaleza sirve para recordar lo pequeño que eres. La humanidad como centro de nada. El hombre como ser depredador de la belleza. Las plantas húmedas que te recuerdan que perteneces a otra cosa, que eres parte de todo, que vienes de otro sitio y que ese cuento del desarrollo y la tecnología, tienen que ver poco con la conexión con uno mismo, con su propia naturaleza, su verdadera historia, su única verdad. Es verdad que no somos naturaleza solamente, no somos animales porque nacimos en el lenguaje, dejamos de ser iguales a partir del primer llanto y sin embargo, ahí, te vuelves parte por un instante de los caminos de piedra, caminos de barro, grandes extensiones cultivadas, hermosos árboles frutales, ríos y cascadas de agua cristalina. Dormir sobre la arena, dormir sobre la nada, dormir sobre todo. Pasar la noche sobre siglos de historia, sobre residuos, restos, pedazos, retazos de miles de historias de vidas pasadas… y entonces, por decisión propia, permanecer ahí: alrededor de una fogata, mientras el guía, una combinación de Jakie Chang con Rambo, nos contaba historias que parecían muy interesantes pero incomprensibles, porque cada dos por tres la marihuana se le subía a la cabeza y carcajadas de mentiras se apoderaban de su alma. Mi hermano habló en chino y la noche cayó como una canción sin música. La lluvia me bañó pa’ recordarme que por dentro y por fuera, no soy más que agua. 

Pattaya, el gran puteadero.
Moría de la risa con la cabeza en el teléfono. En mi casa, en el otro lado del mundo, celebraban una fiesta a la que no fui invitado, pero me colé por el whatsapp. Afuera de aquel bus, un precioso atardecer nos acompañaba mientras salíamos de Bangkok. Habíamos vuelto de la selva la noche anterior y ahora nos dirigíamos a otra. Esta selva era densa como la de antes, pero estaba frente al mar, a 130 kilómetros al sureste de la capital Tailandesa. Este bonito balneario que podría confundirse en mi mente con alguna playa cercana a Santa Marta, en el Caribe o a Ibiza, en el Mediterráneo, se empieza a volver famoso cuando durante la Guerra de Vietnam, los marines estadounidenses lo cogieron de puticlub. Calculamos que habrían unas 40 mil putas en toda la ciudad. Solo en Walking Street recuerdo unos cuarenta locales, uno detrás de otro. Por lo menos 4 kilómetros de establecimientos a cada lado de la calle. En cada local habrían por lo menos 30 prostitut@s. Se trataba de mujeres, abuelas, hombres, gays, lesbianas, bisexuales y transexuales de todos los colores, tamaños, edades y nacionalidades. Pattaya es la otra selva, la que intenta deshumanizarte bajo la barata excusa de la diversión. Ahí están los viejos verdes del norte, ahí están las niñas del sur que se vuelven mujeres mientras hacen la calle. De arriba abajo y de abajo arriba, un polvo aquí, una mamada allá. En Pattaya no hay pezones al descubierto, es el ambiente más lúgubre y extraño en el que haya estado jamás. El aire pesa el doble, como en el infierno, supongo. “Good gay goes to heaven, bad guy goes to Pattaya” rezaba el letrero de un local llamado King. Intentamos mirar con distancia y más o menos lo logramos: una discoteca nos recordó que nadie es normal, el resto nos recordó lo aprendido en la selva, hay que descubrir cada día quienes somos, que queremos ser y a quién le pedimos que nos acompañe. En ese orden. Tal vez por eso, cuando en Pattaya salió el sol, después de tantos días… yo llamé a la Esperanza. 

Volver a Tailandia, volver a mi.
Volvimos a Bangkok completos. Volvimos al pad thai, al cerdo agridulce y a la ropa barata en la puerta del centro comercial. Volvimos a la ciudad caótica, tan parecida a Bogotá, a las sonrisas de una gente que parece honesta. Volver a Tailandia después de meses de revoluciones, fue volver a mi. Como volver a viajar, como volver al blog. Volver a caminar solo, a mirar pa dentro, a no pensar. Volver al presente para desarmar el cubo y poder volver a armarlo. Para poder tragar mejor. Viajar tan lejos para llegar tan cerca. Reconocer en su picardía mi latinidad, mirarme en un espejo de otro idioma, de otro color, de otro tipo de calor. Mirándoles, observándoles, recordándoles, parece que de repente me encuentro a mi mismo entre tanta gente, con mis ojos rasgados, con mi delgadez. Ahí estoy yo, siendo arrasado por ese Tsunami que me atrapa y me suelta en pesadillas desde hace años. Tal vez nací en Tailandia en otra vida, pero ahora me toca vivir esta, con sus tormentas cotidianas, con sus sonrisas y sus atardeceres maravillosos, con sus refrescantes aguaceros después de largas caminatas. Gracias Tailandia por recordármelo aquel día, para decirme que soy fuerte y que estoy preparado, que a veces son necesarios los huracanes y los maremotos, que a veces hay que destruirlo todo para volver a sembrar, para volver a intentar, para un día recoger. Tocará volver a Tailandia con la Esperanza, de volver a volver. Mientras tanto toca seguir, bailando bajo la lluvia.

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