Salsa caliente del Japón.



Su padre se llamaba Haruto y su madre, Manami Ayane, ella Rabia. Cuando me lo dijo me quise morir, primero de risa y luego rabia, de la vergüenza. Era completamente cierto, ambos murieron en Rikuzentakata, su pueblo, mientras dormían y el maremoto los arropó junto a los escombros de la casa entera, ella, estudiante de la Universidad Tsukuba, ubicada en el área metropolitana de Tokio, apenas sintió el temblor, pero enseguida pensó en ellos.

De la capital de los Países Bajos yo tenía dos imágenes clavadas, la de un plato de pescado con patacones y limonada servido en el modestísimo Hotel Amsterdam de Aruba, al que llegué en un viejo Mitsuishi desde la Guajira colombiana, y la de las rastas de Ruud Gullit, campeón de la eurocopa con Holanda y varias veces con el AC Milán. 
Llegué a la ciudad solo en medio de la neblina, con la cabeza atolondrada, aún pensando en los muslos y el amdomen perfecto de Esperanza.

"Yo pasaría de tonto si no supiera, que uno debe estar mosca por donde quiera, y es por eso que yo digo de esta manera, que ese individuo no sabe en que se metió." La gente cantaba una de mis canciones favoritas, las botellas de cervezas, vacías sobre las mesas se apilaban demostrando quién era el más bravo, o el que más plata tenía o el más propenso a morir aquella noche. En ese instante sonó el disparo.

Rabia tenía los dientes perfectamente blancos. Un precioso Jazz de Casandra Wilson hacía parecer el sitio realmente hermoso, cuando en realidad, no era más que otro decadente coffe shop del Barrio Rojo. Al verla, sonriente y sola, pedí otro papel para hacerme un tabaco de 16 euros. Esperanza, se resistía a salir de mi cabeza, como hasta ahora.

Haruto y Manami Ayane nunca imaginaron el Caribe colombiano. Mucho menos que existiera Barranquilla. Después de trabajar para la Nikon en la periferia de Tokio, hasta jubilarse, solo querían lo mejor para la hija. Que dejara de pensar en ser escritora y buscara un trabajo de verdad.

Los gritos se sucedieron uno detrás de otro y la gente que estaba a pie de calle se dispersó en pocos segundos. La mayoría seguía bailando, solos, solas o en parejas, todos y todas entregados al poder sabroso del embajador del piano.

Llegamos a ese bar por distintas razones, ambos llenos de tristeza, pero nos unió la risa falsa de la marihuana. Yo que prometí no consumir ningún tipo de droga por respeto a los campesinos que mueren en las selvas colombianas. Ella, que le prometió a sus padres no comportarse como esas ridículas jovencitas con ideas occidentales. Rabia y yo y nuestra risa, enamorándonos de lo desconocido, burlándonos de nuestro mediocre inglés, de nuestra melancolía. Esa noche, las calles de Amsterdam se nos quedaron pequeñas y en un cuarto de hotel sencillo, después de hacer el amor como pocas veces, me habló de sus ahorros y de su novio, con quién desde antes del terremoto, había dejado de acostarse.

“Kami-sama, Hotoke-sama, dōka otasuke kudasai." Nadie entendió nada y nadie parecía dispuesto a entender hasta que me desplomé en sus brazos y la sangre inundó mi camisa blanca. -¡Verga!- Gritó alguno, -!este pelao esta herido, llamen a una ambulancia!-

Parecíamos solos en el universo. Ella, que solo había intentado enfrentar a mis palabras cuando le dije: “I want to show you what the development is”. Yo, que quería mostrarle como bailan en La Troja con La Orquesta de la Luz. Rabia, que solo quería dar un paseo por un país lejano. Dios y Buda, intentando ayúdarme de alguna forma, y Esperanza en mi mente, como siempre, bailando para mi.

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