Rigoberto Urán, la paz de Colombia y el derecho a soñar.



No es la primera vez, tampoco será la última. Me desperté a la hora que pude y caminé como si nada por las calles de Barcelona, consciente que lo que hacía no era un acto valiente, ni realista, tampoco un gran sacrificio, quizá romanticismo, solamente. Se trata de mantener intacto el derecho a soñar. Pasó un tipo a mi lado en una bicicleta, sombrero vueltiao, mochila arhuaca, un perro que lo acompaña. 

El del voto, no es un derecho tan importante como el derecho a soñar -pensé- mientras imaginaba a las personas que crecieron en este país durante 40 años de dictadura, por estas mismas calles, casi sin ningún derecho. 
Es cierto, hay quienes somos románticos y soñadores, pero no ilusos. Sabemos que la paz, tiene más que ver con acceso a la educación y con la reducción de las desigualdades que con la firma de un papel entre un ejército regular y uno irregular. No obstante, sabemos también lo que cuesta la guerra. Según el Ministerio de Defensa, solo el presupuesto de 2012 superó los 17.699.812.000.000 pesos, no sé leer bien esa vaina, no cabe en mi calculadora ni en mi cabeza, no me interesa conocer jamás tanta plata junta, justamente por mi derecho a soñar. 

En 1984 mi papá y mi mamá soñaron también con un país distinto cuando me trajeron al mundo. Nunca creyeron en los políticos y sin proponérselo, me hablaron de justicia y honradez, de respeto y de ética, de valores y de amor al prójimo.
Hace justamente 30 años se empezó a registrar en Colombia a las víctimas del conflicto armado. A principios de este año llegó a 6 millones de personas. Eso es 5 veces la población de Barcelona, 2 veces la de Medellín, 15 veces Santa Marta!
Soñar no es creer que con la firma de un papel entre dos ejércitos se acabarán los problemas. Soñar es creer que es posible construir unas nuevas reglas de juego, sin fanatismos y sin tanto rencor. Encontrar en el otro, la posibilidad de interlocución. Permitirle la comunicación, no negarle la palabra. Discutirle, debatirle, criticarle, escucharle, regañarle, sin eliminarle.

El resultado de las elecciones parece una pesadilla, pero antes de dormir quiero pensar que hay derechos que no nos quita nadie.
Me acostaré soñando que la paz se despierta cada mañana en cada sonrisa de cada niño y cada niña que se educa, cada músico que se expresa, cada verso que se convierte en poema, cada gota de sudor campesino, cada profesor que queda ronco, cada pedaleada de Rigoberto Urán. Ese man, colombiano como yo, ciudadano como cualquiera, le toca madrugar mañana para seguir de pepe -como diríamos en Barranquilla- en el Giro de Italia. No tiene tiempo pa ver elecciones y cualquiera de los dos: Santos o Zuluaga van a querer una foto con él en estos días.

A Urán le mataron al papá, ciclista como él. -“Los paramilitares se llevaron a los retenidos para que ayudaran a robarse un ganado de una finca y luego los asesinaron”- le respondió hace unos meses en una entrevista a Mauricio Silva en la que éste, también le preguntó: -“¿En qué cree?”- y Rigoberto le dijo: -“En un Dios, en los ángeles. Le pido a mi Dios que no me caiga. No pido para ganar, eso lo tiene que hacer usted, papá. Jamás digo: “Dios, ayúdeme a ganar un Tour de Francia, Diosito”. No, güevón, entrene y deje de güevonear tanto…”-
Y entonces yo, que me cabreo con Dios cada vez que hay elecciones en Colombia, me levantaré mañana rumbo a Bogotá - Quito - Barranquilla... para no olvidar que la única forma de no caer, es seguir pedaleando.



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