
No recuerdo muy bien cuando lo vi por primera vez, recuerdo, eso sí, que su mano era como la de un oso gigante. No eran solo sus manos, tenía el pelo blanco como la nieve y una barriga nada despreciable, además de los ojos azules como cielo y un nombre como de oso: El Oso Ferdy.
No recuerdo exactamente cuando llegó a nuestras vidas, tal vez yo tenía diez años, tal vez menos, lo que sí recuerdo es que mi prima Maryellen y yo estábamos algo enojados, -muertos de los celos en realidad- pues el intruso con cara de oso nos estaba robando el corazón de Tita Mery.
Tampoco recuerdo cuanto tiempo pasó pero fue realmente poco, en un abrir y cerrar de ojos Ferdy ya era de la familia. Estaba en los cumpleaños, en las primeras comuniones, en los bautizos y en Navidad, y nosotros también muy rápidamente, habíamos entendido sin ser adolescentes si quiera, que el amor no tiene edades y que nunca es tarde, para empezar de nuevo.
En el año 2001 había entrado a la universidad y tenía una materia que era la más importante de todas, para la cual había que hacer un examen al que todos los primíparos llegaban nerviosos. Yo no llegué para nada nervioso al despacho del profesor y director de programa de aquel entonces, para cruzar con el permiso de la secretaria y decir con contundencia: “Profesor, no puedo hacer su examen. Mi abuela se casa ese día a esa hora… y esa vaina yo no me la voy a perder.” El profesor postergó mi examen y yo llegué a tiempo para ver la cara de felicidad de Tita Vale, mi bisabuela que con casi 90 años estaba orgullosa de haber logrado que su hija hiciera las cosas, como Dios manda.
Ya ha pasado casi una década desde entonces y son muchas las imágenes del Abuelastro (como le decía con cariño) en mi cabeza. Ya ha pasado más de un mes desde que dejó este mundo, dejando a mi abuela (uno de los seres que más amo) y a toda la familia, con el corazón chiquito.
Como toda la gente que escribe sobre fallecimientos habla bien del difunto, yo he tardado varios semanas para escribir este texto, me dediqué juiciosamente a buscar entre los recovecos de mi mente, un día en el que hubiese visto a Ferdy emputado, malgeniado, triste. Un día en el que como cualquier ser humano se hubiese cabreado, se hubiese molestado, se le viera deprimido. No fue una cuestión de rigurosidad periodística, ni de búsquedas creativas. Les juro que lo intenté, tal vez por soy un curioso y un incrédulo empedernido.
Les juro que me lo propuse, insistí, pero ahora no puedo más: tiro la toalla! Ferdy tenía la capacidad de repartir cariño a todos, de amar a mi abuela de verdad, desde la tolerancia y el respeto. Ferdy tuvo hasta el último día, la capacidad de divertirnos a todos, de no meterse con nadie. Por eso nadie lo llamó Fernando, por eso siempre fue Ferdy.
¿Inútil? Inútil es aquella vida que se pasa sin encontrar respuestas, que pasa sin encontrar sentido. El mayor defecto del Viejo Ferdy era comer sin hacer deporte y meterse sus rones sin arrepentirse. Yo me quedé con el recuerdo de su sonrisa inmensa, sus ojos azules y sus manos gigantes.
Inútil es intentar acostumbrarnos a las despedidas, huir del dolor. El mayor defecto de muchos de nosotros es vivir arrepentidos por lo que no hicimos. El paso de Ferdy por este mundo no fue inútil, nos enseñó algo a todos, repartió cariño como ninguno, se río de las desventuras de la vejes y los achaques del tiempo. No se burló de nadie, excepto de sí mismo, para enseñarnos que la mejor manera de morir, es justo después de pasarse toda la vida sonriendo.