Guayabas en el Mediterraneo

Camino queriendo perderme entre sus calles, sus sonrisas y sus penas. Tomo un bus con destino a lo incierto. Llego. Me siento a leer el proyecto y me enfrento al pánico terrible. Sueño con que el mundo entienda que el arte salva, pero me entierro contra mi propio fracaso. Junto a mí, un cocodrilo de al menos 5 metros posa silencioso para la foto. Frente a mí, tres niños y una niña bombardean la playa con dinamita. En el cielo, un avión se acerca al otro y me siento solo. De pronto, la rubia me apunta la cara con un par de hermosas tetas desnudas como conos de helado.

Alguien vende guayabas y el cocodrilo parece moverse, la rubia pasa muy cerca y sus pezones destilan el aroma del ron con pasas. Todo pasa y yo vuelvo a mi lectura, mientras mi cabeza atraviesa las historias.

Entonces, una vez más, me siento triste y defraudado pero ellos me salvan. Cuatro columnas de sillas los sostienen, su inocencia los fotalece, las dinamitas no los queman ni condenan, el sonido de la pólvora los vuelve grandes, valientes. No tienen miedo a quemarse, aún no les preocupa que lugar ocupar, solo juegan sobre las sillas para desde ahí, ver más grande el océano... y más lejano el horizonte.