El sol rostizaba como de costumbre todo el
apartamento. El tercer cuarto, fue un sitio mágico con un par de
sofás de cuero donde un disco de acetatos narró las peleas de El Flecha
y la Niña Tulia. En aquel mismo lugar, que se convertiría años después en la
habitación de los primeros amores, el hijo de otra niña Tulia, me sentó en sus
piernas y sin despelucarse me dijo: “Hijo, te tengo una buena
noticia: a partir de la próxima semana tendrás dos casas”. Yo no dije nada y el
le subió el volumen a un disco de otra niña que también podría ser su madre, la
niña Emilia.
Al terminar la universidad me fui de la casa de mamá. Vivir
en la casa de papá ha sido entender que la familia es un concepto amplio como
el océano. Nunca pude olvidarlo. Hace tanto tiempo tengo dos casas. La que
construyo cada día la he compartido con varios. La de la independencia y la
libertad está siempre abierta, a ella se llega a cualquier hora pues nadie te espera. Eso me gusta y me asusta. Es la casa de los poetas que
comienzan empresas cada noche, la de las musas que se cuelan por la ventana
bajo la luna llena. La casa de papá, la de la condonería y la piscina. La de los inviernos y la
ruleta rusa.
Volver nunca dejó de ser volver. La casa de mamá pelea y se
ríe de sus tradiciones machistas y su alegría sincera. Con toda su hipocresía y
sus leyes estrictas. Es pasado y es futuro, pero sobre todo es amor infinito
como el de ella, una brisa decembrina, un estadio amarillo, fuerza, alegría,
esperanza y un largo carnaval. La casa de mamá se vuelve loca en esos 4 días.
Se desordena, se desorbita y se vuelve a organizar. La casa de mamá se le sale
a uno del pecho, lo pone a llorar, mientras te cuida de los arroyos bajo el
despejado azul del cielo.
La casa de papá tiene callejones donde el deseo se
impone como un rayo de luz esquisofrénico. La casa de mamá es el soponcio después
del almuerzo. El hijo menor de la niña Tulia tenía razón. Me enseñó que cada
día podía tener dos casas, para combinarlas y volver cada vez
que lo necesitara, por eso esta noche, como cada noche, he vuelto. Ahora aquí, en la
casa de papá, a más de 10 mil kilómetros de la de mamá, la niña Emilia me canta que ese man, no se amarraba el calzón.
2 comments:
Hola ALfredo. Me gustó mucho esta historia. Tu narrativa es bien interesante. ¡Saludos!
gracias!! saludos!!
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