Una pecera en La Haya

Leonard Cohen acaricia mis oídos con su ronca voz, me parece una dulce presencia después de escuchar al nuevo presidente de Colombia por YouTube. Frente a mi hay un edificio de 13 pisos, debajo, una tienda de Prismark donde ayer compré 4 camisetas chinas por 10 euros. Estoy en la Centrale Bibliotheek de La Haya. 
Pienso que esto puede sonar a postureo. Posturear en el Caribe colombiano lo llamamos espantajopear. No dejo esta nota en Facebook para eso, o quizá sí. Me gusta que Facebook me recuerde donde he estado, como a todo el mundo, especialmente cuando he estado relajado, como ahora. Ya lo se, lo normal son las instantáneas de la playa mediterránea en estos días, pero la memoria es traicionera y la vida pasa rápido. Siempre me han gustado las bibliotecas y mientras escribo estas líneas sin saber pa donde van, una noticia inesperada me quita la calma. La vida es cambio e incerteza, vivir es arriesgado, toca correr el riesgo, me repito y recuerdo.
La primera vez que fui a una biblioteca tenía 14 años y se me había metido en la cabeza que quería ser escritor, a pesar de ser muy mal lector. Mi papá había mandado antes a transcribir e imprimir mi primer cuento: Paco, el robot-humano, 6 años antes. Desde entonces, además, enmarcaba las cartas que sagradamente le escribía en cada día del padre. Mi papá siempre ha sido así: frío pa unas vainas y cursi pa otras. 
Para Paco, yo me había inspirado en Paddington, la historia de un oso peruano que había inmigrado a Londres y estaba aturdido con lo que se encontraba. Así era Paco, así me siento a veces yo, casi 30 años después de que mi mamá me leyera esas historias.
Ir a una biblioteca por primera vez apenas a los 14 años, dice bastante del lugar donde crecí. De hecho, lo hice a 1.200 kilometros de casa, era la Luis Angel Arango de Bogotá. Ahí me senté a revisar libros antiguos sobre mi ciudad natal. Quería contar una historia inspirada en una relación sentimental que estaba viviendo en esa época con una chica bajita y tetona, que usaba un uniforme con falda de cuadritos del color del tutifruti. 
Sus poderosas curvas se interpusieron a mis clases de cálculo y trigonometría del colegio, por supuesto, saliendo victoriosas. 
Mi papá, ingeniero mecánico, gastó todo un domingo intentando explicarme las diferencias entre seno, coseno y tangente, pero yo solo pensaba en los senos de aquella muchachita instransigente. -¡Cópiate, pero de uno que sepa… al menos!- Me suplicó mi papá derrotado después de 6 horas infructuosas sudando sobre centenares de hojas en blanco en la casa de mi abuelo, acompañado por la algarabía de unas cotorras, hablándome en jerigonza.
En la Luis Ángel Arango, durante unas vacaciones como las actuales, llegué a escribir seis libretas con la historia de una chica, su madre y su abuela, abuela que en realidad era su madre biológica. Esas cosas de las que uno no debería enterarse, pero se entera. Esos problemas que no son de uno pero que uno adopta como propios y luego tiene que escribirlos para sacárselos de encima. Tres generaciones, tres adopciones y el melodrama latinoamericano en su máximo esplendor.
Así, mientras los jóvenes normales jugaban en los verdes parques capitalinos y mi papá revisaba mapas de la ciudad como si fuera a invadirla… yo me concentraba en fotos en blanco y negro de los tranvías de Barranquilla. 
Saco ahora mismo la cara de la pantalla y pasa el Tranvía número 6 por la calle Spun de la capital diplomática de los Países Bajos. Ese tranvía rodeado de bicicletas, junto a canales, sirve para ir a la playa y volver a la residencia de estudiantes en la que me hospedo hace unos días con ocho personas más, entre rusas y africanas. Viendo ese tranvía imagino que el negocio del primer mundo con el tercero, siempre fue venderle cosas que no estaban dispuestos a usar aquí: carros, armas, leche en polvo o glifosato. Observo los canales de La Haya y pienso en el Caño de la Auyama, de donde sacaron un cadáver sin dueño, no hace mucho. 
Recuerdo entonces las tardes en la Biblioteca Karl C. Parrish de la Universidad del Norte, a donde iba a leer noticias como esas en el periódico, además de algún libro de poesía y por supuesto, a echar la siesta. Recuerdo a otros estudiantes y profesores llegar sudando bajo aquel implacable sol y entrar ahí para salir a los cinco minutos, después de "coger aire acondicionado". 
Recuerdo también los 15 días en la biblioteca del parque del Retiro en Madrid, donde los ordenadores se apagaban solos cada 45 minutos y un viejo amargado a mi lado, llegaba cada tarde para ver en vivo y en directo, la construcción de un puente en su Cádiz del alma. Ahí pude avanzar proyectos, después de caminar más de 120 kilómetros por el País Vasco durante una semana. Para eso escribo, recuerdo entonces, para no olvidarme de mi.
Me recuerdo solo, también, en la biblioteca de la Ohio University, viendo un partido desastroso de Colombia contra Uruguay con audífonos y mordiendo un lapicero, en medio de una montaña rusa emocional que en realidad tenía otros orígenes. 
Así, he recordado tantos fines de semana en las bibliotecas de la Universitat Pompeu Fabra terminando aquella tesis sobre la terquedad, que me atrevo a decir sin vergüenza que no había mejor plan para hoy que este, mientras un nubarrón y un viento frío me dan la razón, posándose sobre las embajadas del mundo entero. 
Xenia, una de las rusas de la residencia en la que estoy me cruzó con su bicicleta esta tarde cuando salía: 
¿Vas nuevamente a la biblioteca?
Sí… - le respondí poniendo cara de Lelo Zopenco.
No pasa nada - me tranquilizó - Eres el típico piscis que necesita de vez en cuando, volver a su pecera.

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