Habían pasado ya más de 30 años, había visto crecer a Sofía
sana y hermosa. Había aprendido a hablar español con las inventadas palabras
propias de los locales. Se había enamorado de una mujer de esas, imposibles
siquiera de imaginar en toda la región de Podlaquia. Se había acostumbrado al
sol, a andar en chancletas los domingos y descalzo en casa. Había incluso,
cambiado la copa de vodka diaria por el café más amargo de la región, cada vez
que se cansaba de esperar una nueva caja de vodka polaco. Solo había una cosa
no soportaba, cuando le preguntaban por el pasado, por su historia, entonces
respondía que lo peor de la guerra vino justo ahora, tantos años después, al
soportar meses bebiendo aguardiente y teniendo que escuchar esa extraña manera
que tienen en el Caribe, de joder las notas de un acordeón.
Habían pasado ya 30 horas y Alexis no había regresado.
Dijo que lo haría a la mañana siguiente, que no tardaría más de 12. Era verdad
que había caído un aguacero intempestivo, pero estas cosas ya habían pasado muchas
veces antes. También era cierto, -y tal vez esto era lo que más preocupaba a
Sophia- que esa lancha estaba cada vez más vieja para salir a altamar. Las
tablas, acostumbradas al sol más ardiente y al agua más salada del universo, en
cualquier momento podían ceder.
Habían tenido que pasar 30 años para que Nicolai
pensara en descansar por primera vez en su vida. 1970 parecía un buen año para
tomar la decisión, no solo porque Sophia llevaba 4 años al mando de todo y tratando
de convencerle de eso desde que empezó a perder la vista, sino también porque ya
tenía más tierra de las que él mismo podía reccorer a caballo y esa había sido
su promesa. Además, la finca de los cultivos de algodón proveeía a la fábrica textilera
más grande de Colombia y un político de la capital había intermediado en un
acuerdo que le garantizaba 25 años de ventas fijas.
Tuvieron que pasar 48 horas para que la hermana de
Alexis no aguantara más. Llegó a la casona de los patronos con ojos hinchados,
las manos temblorosas y la negra cabellera ensortijada revuelta por el
ventarrón helado de la media noche. No se atrevía a tocar la puerta pero
tampoco hizo falta. Detrás del cerrojo, la señorita Sophia la esperaba con la
misma cara de desolación. Cuando ambas se encontraron de frente, no tuvieron
mucho más que decir, entonces el viento cerró la puerta con violencia y se
abrazaron con rabia, como intentando arrancarle al mar, la vida del hombre más
importnate de sus vidas, aquel pobre pescador.
-¿Quién está ahí afuera?- Preguntó Nicolai pero no escuchó
respuesta alguna.
-¡¿Quién está ahí afueraaa?!- Insistió despues de
empinarse la botella de aguardiente barato, mientras los dorados cabellos de Sopfhia
se enredaban con los de su criada.
Muchos años después, nadie entiende por qué lo hizo,
pero lo cierto fue que aquel viejo semi-ciego, trabajador obsesivo e
introvertido como ninguno, sin pensarlo demasiado, disparó.
El cuerpo de Alexis fue encontrado en el viejo muelle
al que 30 años atrás llegó Nicolai junto con casi 3.000 judíos más. Sophía y
Alexis fueron sepultados el mismo día, a la misma hora. En el entierro de la
rubia sonaba la Sinfonía número 13 de Serguéi Prokofiév y a 200 metros de ahí, en
el de Alexis, esa bella manera que tienen en el Caribe, de sacarle notas a
un acordeón.
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